martes, 17 de mayo de 2011

Poulet au citron y brochette de gambas


Es medianoche. Hace un frío que cala los huesos y que hace que la cabeza mía parezca una orquesta entre algodones. El apartamento está a oscuras. Hay un silencio total. Yo sigo leyendo, escribiendo y soñando. Es en esos globos en los que dejo que mi mente divague nuevos mundos donde surgen los poemas, las ideas para escribir. Después es sólo coser y cantar. Pero la semilla original, la razón o el sentido de un poema casi siempre salen de andar con la mente en otro lado. Lo que los demás llaman “no hacer nada”. He estado revisando textos viejos. Tengo la costumbre de escribir cualquier idea que me pasa por la cabeza. Dejarla ahí. Olvidada. Luego de un tiempo, regreso y la leo. Si aún me sigue gustando, puede que comience a escribir algo más, o la dejo en reserva. Otras que me parecen que nada de nada, desaparecen. Ya habrá nuevas ideas. Cuando principié a escribir no quería botar, borrar o deshacerme de nada escrito. Todo me parecía único e importante. Con el tiempo he caído en cuenta que lo que sirve de verdad no es tanto, que lo que es imprescindible sí que es menos. En fin, gajes del oficio.
Suena el teléfono. Me sobresalto. No me gustan las llamadas a medianoche e inesperadas. No presagian nada bueno. Son las llamadas de las malas noticias.
Mi cuerpo siempre se prepara para lo peor. La descarga de adrenalina es inevitable. Me pongo tenso. Contesto ahí mismo. Es Laura. Me tranquilizo. No puede ser nada grave. No tiene el sentido de las horas y menos de que los mortales de la clase media duermen en la noche. Aunque soy un vividor de la noche. Cuando estoy solo y a oscuras puedo concentrarme mejor. Esa costumbre nació con la llegada de los niños. Durante los últimos veinticinco años ellos han sido el eje de mi vida . Pospuse la vida para que ellos crecieran de la mejor manera posible. Me es difícil creer en el cuento ese de que los niños necesitan calidad en la relación con los padres. Mi experiencia me dice que los niños necesitan que la mamá o el papá estén cuando ellos los necesitan. Y eso suele ser a cualquier hora de todos los días, semanas, meses y años.
La voz de Laura al teléfono me gusta. Todo en ella me atrae. Pero esta vez me suelta una pregunta inesperada: ¿Por qué será que nadie quiere oír la verdad?
No sé qué responder. Se me ocurren mil respuestas, pero también sé que ninguna es la que ella necesita oír. Así que callo.

Pienso las mil y una razones que tenemos para no querer oír la verdad, esa verdad que cuando se dice viene empacada como consejo, pero contiene un reproche o un rechazo a algo que uno ha hecho, piensa o siente. La verdad de los demás no me gusta. Llega siempre desde una superioridad moral o social que no me agrada, que me revuelve el estómago. Y me pregunto a qué se refiere con oír la verdad. Al otro lado del teléfono oigo la risa de ella y su voz alegre de siempre que dice: “No me refiero a esa verdad que estás pensando. No. Te lo digo, porque estoy fastidiada con mi consejera de inversiones que se ha puesto como un titi porque le dije que sus últimos consejos me habían costado un dineral. Y se ha puesto a darme una serie de excusas idiotas, o peor, explicaciones como si yo fuera pendeja. Me tocó decirle que no la embarrará más, que yo era consciente de que esas inversiones eran de alto riesgo, especulativas. Y así las asumía. Pero lo absurdo del asunto es que terminé excusándome por ella.” Me quita un peso del corazón. Ya esperaba algo más fuerte a esta hora de la noche. Pero no fue así y pude relajarme. Pero, Laura que es una ametralladora de ideas, continuó hablando – la otra verdad que quería comentarte- Ay dios, alcancé a pensar. Se escucha su risa por el teléfono. Siempre su risa que interrumpe mis pensamientos y mis presagios funestos. -La verdad que quiero que escuches es que ya te compré los pasajes en el Thalys de mañana que sale de Colonia para París a las seis de la mañana. Te espero en la estación del Norte a las nueve y cuarto en punto. Ciao. - Me dice que me va a mandar por el computador el billete de tren, y cuelga sin esperar mi respuesta.
Me recuesto y sonrío. La idea me parece perfecta: estoy solo y puedo disfrutar de París con ella por un par de días.
La estación de Colonia a las seis de la mañana es un hervidero de personas que se dirigen a sus trabajos, de otros que desayunan en una de las muchas cafeterías que hay, de grupos de turistas, estudiantes y personas mayores que se dirigen a otra ciudad ya sea de paso, a visitar a un familiar o en busca de un futuro mejor. Me gusta el bullicio vital de la gente en movimiento. Ese estar en medio de la vida de otros y percibirlos por un instante, y luego olvidarnos los unos de los otros. Me pregunto cuántos desconocidos nos habremos encontrado más de una vez en diferentes lugares sin saber los unos de los otros. Viene a mi memoria el verso de Manrique “Nuestras vidas son los ríos que dan a ese mar que es el morir” aunque no estoy pensando en la muerte. Mas bien en que las multitudes son como ríos de pensamientos que fluyen y se transforman continuamente y que van a unirse con otros formando nuevos mares de ideas y pensamientos. Creo que tenemos mucho de colonia de hormigas. La humanidad quizá sólo sea un órgano vivo único con células ilusas que creen ser individuos independientes. Un engaño de la naturaleza para lograr sus metas. Pero el Thalys espera por mí y París ya está en mi mente.

En tres horas y cuarto se llega a París después de pasar Aquisgrán y Bruselas. Laura de bufanda verde y toda de negro me espera a la salida del tren en la Gare du Nord, grande, bulliciosa y con mucho amigo de lo ajeno. Nos abrazamos, nos besamos y yo aspiro su perfume. Me encanta que sólo lo huelo, si me acerco mucho a ella, si la rozo. Ese es para mí el perfume perfecto, el que sólo huelen los cercanos, los muy cercanos. En cambio esas personas que dejan un rastro de perfume por la vida, me irritan. Durante el viaje estuve pensando en mí, en mi vida, en los fracasos, en los sueños frustrados y en las mil cosas que ya nunca haré. Mi vida es un desamor completo. Me he estado despidiendo de cada sueño que tuve, de las cosas que pensaba que era obvio que lograría y que no alcancé, de las mujeres que nunca besé y de los muchos lugares que no he visto. También, me abruma la sensación de no estar seguro de qué es lo que quiero de verdad. Si sólo sigo la corriente de lo establecido o es un dejarme llevar hacia un destino no buscado. Acaso alguien es capitán de su vida, porque yo no. A duras penas un marinero en esa nave fantasma que es mi vida. En fin, que el viaje solo en un vagón medio lleno de hombres de negocios ensimismados en sus portátiles fue también un viaje a la melancolía. No sé cómo son los demás, pero yo voy y vengo de la orilla de la tristeza a las playas de la alegría, y la mayor parte del tiempo estoy de viaje por lo anodino, por el tiempo que no es tiempo ni nada, sólo el espacio entre las pocas cosas interesantes que me pasan. Y estar en París con Laura es una de ellas.

Mientras voy del brazo de Laura, tengo el deseo de besarla de nuevo, de sentir su deseo, de dar rienda suelta al mío. Sé que la deseo, que la quiero y que he estado enamorado de ella desde esa lejana fiesta en la época del colegio. Entonces ¿por qué nuestras vidas han tomado rumbos tan distintos? Una y otra vez me hago esa pregunta, mientras observo mi pasado del cual no estoy orgulloso. No es que haya hecho algo malo, es que no he hecho algo memorable. Y no nos digamos mentiras, nos educan para ser sobresalientes, nos meten todo el tiempo héroes de papel periódico, y uno (porque son muchos los que como yo hemos caído en la trampa de buscar metas imposibles) un día al despertarse y mirarse al espejo se da cuenta que el momento pasó y que no pasó nada con nosotros. Pero la voz de Laura me devuelve a la realidad -Rico estar contigo en París- me dice mientras se aprieta a mí. Yo sólo pienso en qué rico estar con ella en cualquier lugar del mundo.

Después de recorrer durante la tarde las mil y una atracciones de la ciudad, de subir a la torre Eifel, construida para la exposición mundial de 1889 de París por el ingeniero Ferdinand Eiffel, y que fue considerada en su momento un adefesio, conocida al principio como la torre de los trecientos treinta metros, de mirar la ciudad desde la terraza con una sensación de vértigo y con un deseo de bajar lo más rápido posible, sin fotos como de costumbre con Laura, de descansar un rato en el apartamento de ella frente al parque de los Campos de Marte, en la avenida de La Motte-Picquet, mi adorada amiga apareció en un vestido verde oscuro espectacular, me tomó del brazo y me llevó a una brasserie cercana en el 2 de Place De L´ecole militaire, La Terrasse, y hace honor a su nombre pues tiene una terraza grande donde sentarse a cenar. La temperatura es ideal y el aire de comienzos del verano invita a disfrutar de la comida y la charla ligera en medio de parejas que se muestran y son observadas por los demás. Un instante de pelicúla, pienso mientras me veo reflejado en los ojos verdes de Laura, que como es su costumbre, está de quitar el aliento. El mesero, un nativo de la Martinica, se acerca a la mesa y la saluda con una sonrisa reservada para los clientes habituales, los que ya son parte del lugar. Laura es encantadora con todas las personas. No hay nadie que no quede fascinada por su manera de ser. Ella tiene el don de hacer sentir único a cualquier persona que hable con ella, ya sea camarero o millonario. Laura pide poulet au citron y yo brochette de gambas.

Mientras cenamos y charlamos de las cosas que nos han pasado en estos últimos meses en que no nos hemos visto, la noche se adueña de la calle. Laura no ha dejado de mirarme y yo tampoco a ella. El mundo a nuestro alrededor no existe. Sólo los dos. El uno para el otro. Hay una corriente de atracción entre los dos. Una fuerza que nos lleva al otro. No soy yo en ese momento, soy los dos de una forma que no se puede explicar, sólo sentir, disfrutar. Una necesidad de ella, de ser en ella y para ella. Sólo dudo si ella estará sintiendo lo mismo. Le cojo la mano y siento un calor que invade mi cuerpo y la urgencia de acercarme a ella. Laura sonríe y acerca su boca a mi oreja y me susurra “Esta noche dormiremos juntos”.

A la mañana siguiente, con París a mis pies y Laura durmiendo a mi lado, me siento en la cama, me desperezo, miro por la ventana que da al parque y disfruto de ese instante de armonía. Amanecí dispuesto a ser más yo que nunca. Voy al escritorio y escribo en un papel con membrete:

Poema para Laura

Te quiero de otra manera,
te quiero con la certeza,
quizá lejana, de que un día,
tú y yo,
salgamos de nuestra soledad
y poblemos la vida
con nuestro amor.
Te quiero, porque tu eres
la otra orilla de ese amor,
porque cuando mi tristeza
te mira, desaparece,
porque hemos nadado
en el otro, y descubierto
que el universo está allí.
Te quiero, porque mi risa
vuela hasta tu boca
y te besa, porque tus besos
nadan hasta mi cuerpo
y me devuelven
la piel enamorada de otros días.
Te quiero,
porque eres tú y no otra.
Te quiero,
porque cuando dices mi nombre
es el amor el que habla.
Te quiero sin cansarme nunca
y porque entre más te quiero,
más me quiero.
Te quiero, porque contigo
la vida es para siempre.

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