El
Colegio Andino quedaba en la Once con 82. Sí, donde es el Centro
Andino de Bogotá. Yo estuve desde kinder hasta graduarme en ese
colegio. No conocí otro mundo distinto al que sucedía detrás de
sus muros. Para mí fue una experiencia determinante desde el primer
día de colegio en que pensé que papá jamás volvería por mí y
lloré durante mucho rato. Ese día oí por primera vez que los
hombres no debíamos llorar. También en kinder me enamoré de mi
maestra, Tante Lucía. Mamá me cuenta que quería llevarle todos los
días una caja de chocolates.
En
el Andino oí por primera vez una grosería. Recuerdo que un
compañero que estaba jugando bolitas de cristal y hacía trampas me
insultó diciéndome que me iba a echar un gargajo si decía que
hacía trampas. Después en el carro con papá le pregunté que qué
quería decir gargajo y se molestó. Pero insistí porque quería
saber qué era eso. Y me explicó.
El
colegio estaba dividido en dos partes separadas por una malla. De un
lado estaban las mujeres y del otro los hombres. Una de mis primeras
y más audaces aventuras fue pasarme al otro lado con mis amigos y
llegar al otro lado. Caminamos entre las niñas, nos desconcertamos de nuestra propia audacia y nos devolvimos a nuestro lado con una sensación de audacia y frustración. Las aventuras de la infancia suceden en gran
parte en nuestra imaginación.
De
chiquito nos obligaban a los zurdos a escribir con la derecha. Nunca
lo hice. Cuando pasaba la maestra mirando cómo escribíamos, yo me
hacía el que escribía con la derecha y después escribía rápido
con la izquierda.
No
entendía el alemán ni para qué servía. No entendía a mis
maestros ni me interesaban. El colegio nunca me gustó. Sigo pensando
que no compensa lo aprendido con los años perdidos y tanto mal
momento.
Fui
durante muchos años el mejor en matemáticas, geografía e historia.
Pero nunca estudiaba para alemán. Idioma de bárbaros, que me
producían más temor que respeto. Y tenía razón. Vi tantas veces
como pegaban, gritaban y humillaban a mis compañeros. También
fui cacheteado por una “maestra “y otro profe de gimnasia me
cogió de la camisa y me tiró al piso por hablar en clase. Odiaba a
los alemanes y su estúpida forma de mal educar.
Repetí
dos años por perder alemán. Yo quería que mamá me sacara del
colegio y me pusiera en otro. No quiso. En el colegio descubrí que
pensar por sí mismo no era bueno. Sólo los que seguían las órdenes
al pie de la letra tenían buenas notas.Aprendí
a vivir dos vidas paralelas: el colegio con sus “injusticias” y
arbitrariedades diarias y la lectura, mi pasión, mi vida y ese
universo donde yo era importante.
Mi
primer gran amigo del colegio fue Álvaro Pablo Ortiz. Nos gustaban
los libros, la Segunda Guerra Mundial e ir los sábados al cine
Santafé a ver dos películas. Casi siempre eran de guerra o de
romanos. Era el plan más genial que existía. Nos sentábamos en
primera fila para poder ver y la primera película comenzaba a las
dos de la tarde. Entre película y película comíamos papas fritas
con CocaCola. Ortiz
-siempre nos llamamos por el apellido en el colegio- y yo nos
pasábamos horas y horas hablando de los libros que leíamos. Él era
a los diez años un excelente pintor expresionista. Después lo
sacaron del colegio. Afortunado él. Lo volví a ver en 1975 en
Madrid. Nos encontramos un par de veces y después cada uno siguió
su vida. Ahora es profesor de historia en la Universidad del Rosario.
Mi
otro gran amigo del colegio fue por un tiempo Eduardo Aristizábal,
que era aventurero y divertido. Con él nos íbamos a ver las chinas
del Sagrado Corazón. Tenía una cantidad de amigas. Yo era más
tímido. Pero despúes se aficionó de tal forma al budismo que
nuestros caminos se fueron alejando. Un par de veces lo vi en Bogotá
y no sé qué será de él.
Pero
mi gran amigo y amigo para siempre se llama Ricardo Uribe.
Nuestras familias eran amigas de toda la vida. Nos conocimos en
Barranquilla a los siete años. No me podré olvidar nunca de haber
hecho un tanque de guerra para jugar en la mitad de las sala. Pero
para poder hacerlo, cortamos el tapete y así asomarnos por la
escotilla. Se imaginarán a nuestros papás lo felices que estarían.
Después no nos vimos hasta que su familia regresó a Bogotá. Fue en Tercero de bachillerato que nos hicimos amigos de verdad. Fue amistad en la primera cita. Yo cogí una buseta en la autopista para la casa y él estaba sentado atrás. Nos pusimos a charlar. Me invitó a su casa y hasta hoy seguimos siendo los mejores amigos.
Después no nos vimos hasta que su familia regresó a Bogotá. Fue en Tercero de bachillerato que nos hicimos amigos de verdad. Fue amistad en la primera cita. Yo cogí una buseta en la autopista para la casa y él estaba sentado atrás. Nos pusimos a charlar. Me invitó a su casa y hasta hoy seguimos siendo los mejores amigos.