martes, 31 de julio de 2012

Mis años en el Colegio Andino






El Colegio Andino quedaba en la Once con 82. Sí, donde es el Centro Andino de Bogotá. Yo estuve desde kinder hasta graduarme en ese colegio. No conocí otro mundo distinto al que sucedía detrás de sus muros. Para mí fue una experiencia determinante desde el primer día de colegio en que pensé que papá jamás volvería por mí y lloré durante mucho rato. Ese día oí por primera vez que los hombres no debíamos llorar. También en kinder me enamoré de mi maestra, Tante Lucía. Mamá me cuenta que quería llevarle todos los días una caja de chocolates.

En el Andino oí por primera vez una grosería. Recuerdo que un compañero que estaba jugando bolitas de cristal y hacía trampas me insultó diciéndome que me iba a echar un gargajo si decía que hacía trampas. Después en el carro con papá le pregunté que qué quería decir gargajo y se molestó. Pero insistí porque quería saber qué era eso. Y me explicó.

El colegio estaba dividido en dos partes separadas por una malla. De un lado estaban las mujeres y del otro los hombres. Una de mis primeras y más audaces aventuras fue pasarme al otro lado con mis amigos y llegar al otro lado. Caminamos entre las niñas, nos desconcertamos de nuestra propia audacia y nos devolvimos a nuestro lado con una sensación de audacia y frustración. Las aventuras de la infancia suceden en gran parte en nuestra imaginación.

De chiquito nos obligaban a los zurdos a escribir con la derecha. Nunca lo hice. Cuando pasaba la maestra mirando cómo escribíamos, yo me hacía el que escribía con la derecha y después escribía rápido con la izquierda.

No entendía el alemán ni para qué servía. No entendía a mis maestros ni me interesaban. El colegio nunca me gustó. Sigo pensando que no compensa lo aprendido con los años perdidos y tanto mal momento.

Fui durante muchos años el mejor en matemáticas, geografía e historia. Pero nunca estudiaba para alemán. Idioma de bárbaros, que me producían más temor que respeto. Y tenía razón. Vi tantas veces como pegaban, gritaban y humillaban a mis compañeros. También fui cacheteado por una “maestra “y otro profe de gimnasia me cogió de la camisa y me tiró al piso por hablar en clase. Odiaba a los alemanes y su estúpida forma de mal educar.

Repetí dos años por perder alemán. Yo quería que mamá me sacara del colegio y me pusiera en otro. No quiso. En el colegio descubrí que pensar por sí mismo no era bueno. Sólo los que seguían las órdenes al pie de la letra tenían buenas notas.Aprendí a vivir dos vidas paralelas: el colegio con sus “injusticias” y arbitrariedades diarias y la lectura, mi pasión, mi vida y ese universo donde yo era importante.

Mi primer gran amigo del colegio fue Álvaro Pablo Ortiz. Nos gustaban los libros, la Segunda Guerra Mundial e ir los sábados al cine Santafé a ver dos películas. Casi siempre eran de guerra o de romanos. Era el plan más genial que existía. Nos sentábamos en primera fila para poder ver y la primera película comenzaba a las dos de la tarde. Entre película y película comíamos papas fritas con CocaCola. Ortiz -siempre nos llamamos por el apellido en el colegio- y yo nos pasábamos horas y horas hablando de los libros que leíamos. Él era a los diez años un excelente pintor expresionista. Después lo sacaron del colegio. Afortunado él. Lo volví a ver en 1975 en Madrid. Nos encontramos un par de veces y después cada uno siguió su vida. Ahora es profesor de historia en la Universidad del Rosario.

Mi otro gran amigo del colegio fue por un tiempo Eduardo Aristizábal, que era aventurero y divertido. Con él nos íbamos a ver las chinas del Sagrado Corazón. Tenía una cantidad de amigas. Yo era más tímido. Pero despúes se aficionó de tal forma al budismo que nuestros caminos se fueron alejando. Un par de veces lo vi en Bogotá y no sé qué será de él.

Pero mi gran amigo y amigo para siempre se llama Ricardo Uribe. Nuestras familias eran amigas de toda la vida. Nos conocimos en Barranquilla a los siete años. No me podré olvidar nunca de haber hecho un tanque de guerra para jugar en la mitad de las sala. Pero para poder hacerlo, cortamos el tapete y así asomarnos por la escotilla. Se imaginarán a nuestros papás lo felices que estarían.
Después no nos vimos hasta que su familia regresó a Bogotá. Fue en Tercero de bachillerato que nos hicimos amigos de verdad. Fue amistad en la primera cita. Yo cogí una buseta en la autopista para la casa y él estaba sentado atrás. Nos pusimos a charlar. Me invitó a su casa y hasta hoy seguimos siendo los mejores amigos. 

sábado, 14 de julio de 2012

La noche me desvela






 A mí la noche me desvela. Después de tantos años yo mismo sigo siendo el tema principal de mis pensamientos nocturnos. Aunque me interesan los demás y casi todas las cosas que pasan, vuelvo al tema eterno de la vida: mi vida.

Es curioso que ni yo mismo sepa bien cómo soy. Sé mejor cómo no soy. Es decir, qué cosas no me gustan. Pero sigo siendo una sorpresa para mí en lo bueno y en lo malo. La verdad tampoco sabría hablar de cosas que no conozco, que no he vivido o he soñado.

Desde mi punto de vista, el universo soy yo y el mundo gira alrededor mío. Cuando me duermo, que casi siempre es al amanecer, dejo el mundo y me voy a mis sueños donde otro yo, muy parecido a mí, que vive su propia vida paralela. A veces parecida, pero nunca igual a la mía.

La noche es un viaje al mundo de los pensamientos, de los recuerdos de las emociones, de las sensaciones acumuladas en desorden y por imágenes en mi memoria. En ese laberinto de olvidos que son los recuerdos que vamos dejando de lado o que una y otra vez volvemos a revivir. Recuerdos que de tanto usarlos no son lo que eran. Quizá ya no sean el recuerdo de un hecho, sino el recuerdo, el olor o el sonido de algo que sucedió en el pasado, pero que no fue como ahora lo recuerdo.

Cada noche regresa a mí la desordenada vida y muerte del sinfín de hechos y sueños y miedos que nos forman y deforman constantemente. La vida no es vida si no hay recuerdo. Y los recuerdos no es lo que sucedió, sino lo que en la mente queda de cosas que sucedieron o tal vez no.

Me gusta dormir. Ese maravilloso instante en que soltamos amarras de la realidad y ponemos rumbo a la singladura por nuestra mente libre y espontánea. Dejamos que el azar sea el navegante de esa Odisea -ese regresar al hogar primero- que cada noche se repite por primera vez de nuevo. Es la aventura de rehacer una realidad que nunca ha existido, pero que en mi mente es la única realidad.

Siento, siento todo con intensidad, con alegría o miedo ese viaje a bordo de un yo tan parecido a mí, que podría jurar que soy yo. Hay imágenes que regresan a mí una y ora vez. Y siempre al despertar sé que esos lugares, sitios de mi otra vida, en ésta no son. Aunque en el sueño son. Vivir la noche clara de los sueños es un viaje que no termina. Para en el puerto seguro de la realidad y se reanuda cada vez que nuestros ojos se cierran y ese otro yo toma el mando de la otra vida y me lleva por mares conocidos y peligrosos, o serenos y seguros. 

La noche me encuentra una vez más entre tus sueños.

viernes, 6 de julio de 2012

El amor sólo admite dos preguntas










Estoy pensando en ese momento en que damos el paso definitivo entre “me gustas mucho” y “te quiero”. Dudo en si es un acto voluntario o la fuerza de la vida. En ese momento dejamos nuestra seguridad y nos lanzamos al vértigo de una caída libre en un mundo nuevo sin certeza alguna. Pero a la vez es tal la fuerza que nos impulsa y una irremediable voluntad de entregarse al otro que nada ni nadie parece ser capaz de detenernos. La serenidad de los días corrientes nos abandona y somos capaces de hacer y decir cosas que no creemos normalmente que haríamos. El comienzo del amor es morir de dicha y de susto al mismo tiempo. Una y otra vez saber que se bordea el rechazo y el ridículo, pero nada importa, insistimos. El amor es una experiencia que nos lleva a descubrir un yo nuevo y diferente: vulnerable y valiente a la vez.

Tú me hiciste sentir de nuevo el golpe de adrenalina que de adolescente viví cuando me atrevía a hablarle a alguien que me gustaba. Escribirte que me gustas muchísimo y luego que te quiero me costó tantos meses de duda e incertidumbre. Porque tú me gustas desde que te vi por primera vez y te pedí amistad. Y me pasó lo mismo que cuando era adolescente: te miraba desde lejos, leía los diálogos con tus amigos, miraba tus fotos haciendo payasadas (me encantan)  la manera en que te vistes -estás sensacional y perfecta en un matrimonio-, o cuando te abrazas a tus amistades y sales con ellos a beber algo. Yo te miraba como un adolescente que no se atreve a decir lo que siente.
  
Tengo en mi mente la primera foto tuya:  con tu pelo que creo que llevabas ondulado y esa mirada de por qué yo no me atrevo a decirte que me gustas. Me fascinan tus ojos, tu piel cada una de tus pecas, el color de tu pelo, como posas para las fotos, tus paseos, cuando andas en coche. Todo de ti. Lo que dices y escribes.
Tus películas que dicen mucho de ti, tu voz  y tu risa. Se ve que todos te quieren.
Y yo me pregunto por qué te quiero si no te conozco. Pero la verdad es que te conozco aunque no te haya visto.
Y cuando te digo que te quiero es que también te quiero ver en persona, perderme en tu mirada, sentir tu cercanía, dejar que tu presencia me embargue, tocarte, rozarte casi por descuido, dejar mi mano en tu mano un instante más de lo usual para que sepas que me gustas, que siento algo maravilloso porque existes.

Y es claro que sólo podré quererte de verdad verdad cuando estemos uno frente al otro.

El amor sólo admite dos preguntas: ¿por qué me quieres si no me conoces? y ¿por qué me quieres si me conoces? Y las dos tienen la misma respuesta: nadie lo sabe, pero el amor es así.