miércoles, 9 de noviembre de 2011

Volver al amor



El que llega de lejos

Después de muchos años estaba tan cerca de convertir su sueño en realidad que no deseaba dejar de caminar. Su tierra seguía siendo el lugar más cercano a la ilusión, pensó, mientras aspiraba el aire tibio de la última hora de la tarde. Sin embargo, el cansancio de un largo día de andar lo obligó a acostarse al lado del camino y dormir profundamente, sin observar que en el horizonte se formaba un arco iris.. Tuvo un sueño en que lo seguían muchas luces, lo acompañaban. Eran decenas y lo protegían. Brillaban en la noche y se transformaban en pequeños arco iris que subían y que bajaban. Prismas de colores llenos de vida. No se detenían. Estaban sobre él, detrás de él, delante de él. Su sueño estaba hecho de aire limpio y cristalino. Cada arco iris era un instante de amor que él había recibido. Y los ojos verdes de ella que aún lo miraban con amor después de tanta ausencia. Pero a medida que el sol se fue internando en el valle, el calor fragoroso del verano hizo que el sueño desapareciera y Apraze despertó. Se sentó en el prado y sacó de la mochila marinera un cuaderno, donde venía escribiendo los sueños que tenía desde que se había ido de Artziniega. Pasando el cabo de Finisterre, en un buque de carga, sacó el primer cuaderno y escribió lo que había vivido la noche anterior en el camarote. Así, frente a los caladeros de Nova Scotia, en las torres petroleras frente a Noruega, mientras navegaba frente a la península de Yucatán en el Caribe o fondeados en la isla de la Reunión en el océano Índico, cada noche tomaba un lápiz y escribía sus sueños. Éste sería el último que dejara por escrito antes de regresar a su pueblo y a su amor. En la mochila había tantos cuadernos llenos de ensoñaciones como años había permanecido lejos de ella. Comió queso y pan con un poco de vino y siguió el resto del viaje solo con sus recuerdos.

Edurne siente un largo escalofrío que recorre su espalda mientras está arrodillada en el jardín sembrando tulipanes para alegrar los largos días del estío. Una corriente de aire frío que baja de la montaña la envuelve. Tirita involuntariamente. Presiente que él está en camino y que viene en busca de ella con todas las emociones y miedos que ello implica para los dos. Loco, cómo estará, piensa mientras se recoge el pelo que le ha caído sobre la frente. Se levanta y mira hacia las montañas donde pareciera que aún cae nieve. Imposible en mitad del verano, reflexiona, y sigue en su oficio de embellecer el jardín.

Apraze tomó el camino que conduce a través de los sembrados. Anduvo durante varias horas bajo el fuerte sol del mediodía. Iba a paso lento mientras miraba el paisaje conocido. Campos cultivados de cereales y pastizales entre montañas cubiertas de fresnos y robles. Pequeños caseríos dispersos en medio de las colinas. El olor del verano se esparcía por todo el valle y le daba un halo de paraíso detenido en el tiempo.

Un sueño es su único equipaje. Tras él ha dejado medio mundo. Ha conocido muchos lugares y ha olvidado todos los nombres de las mujeres que lo han querido. Salvo una. Desde que el buque atracó en el puerto de Bilbo camina durante el día bajo el sol o la lluvia. Pensando a veces en ella y otras escribiendo en el aire poemas que hablan de ella, de los dos. Por el camino recorre su memoria los días en que estuvo junto a ella, en que era de ella. Antes de su separación. Pasa el invierno, transcurre la primavera, se alarga el verano hasta bien entrado septiembre y él sigue su camino. Cada vez más cerca de ella. Y la intuición de su proximidad hace que el corazón lata más fuerte y todo en él brilla, relampaguea.

Tiene la piel dorada del verano, la sonrisa de los años, los ojos achinados de reír y la mirada eterna del enamorado. Lleva un paso lento y seguro que le permite disfrutar del paisaje, del verde que llega hasta el borde del camino. Las colinas circundan el valle y lo estrechan hacia el norte donde a lo lejos se ven las montañas donde abundan las liebres, los corzos y las ginetas. Un zumbido de abejas se entremezcla con el rumor del agua que baja hacia el valle. Es un ruido natural que nada perturba. Su pensamiento es libre de volar a otros mundos. El soñador que escribe versos en el aire no está ahí, sólo su cuerpo, su ausencia presente está en su propio universo.

Ella, la alta, la de los ojos verdes, la de la sonrisa eterna, su enamorada, su sueño hecho realidad, su amada amante, la mujer que le hace feliz, a quien recuerda, la dueña de miles de neuronas de su cerebro, elaboradas filigranas que lo llevan a ella, que lo vuelven a ella, que son ella en su cerebro, una parte de él. Ella, su amor tan caro, no se aleja de él, permanece en su memoria, se exhibe ante él, es su recuerdo recurrente, es su guía y su destino, su soledad permanente que añora sus brazos, sus palabras, su amor y la vida que con ella era más vida, que ahora que está solo y camina en esta tarde de verano al borde de los recuerdos de ella, con ella, pero sin ella.

Miles de kilómetros lleva recorridos. Montañas, planicies, ríos y mares dejó atrás en busca de ella. Nada lo detiene , ni los años, ni el silencio, ni la pobreza. Él va al encuentro de ella con la determinación que da el saber que el amor está detrás de la mirada de esos ojos verdes que un día dejó en Artziniega.

Oihana irrumpió en el jardín corriendo y se acerco a su madre. El hombre de los poemas viene hacia acá, dijo con voz ahogada y mirada anhelante. Ella que estaba acurrucada arreglando la tierra donde sembraría tulipanes, se volteó y la miró deslumbrada por el sol que le caía en los ojos y que hizo que se los cubriera con la mano. Se limpió las manos en el delantal y se levantó. Cruzó el jardín para dirigirse a la puerta de la casa y entró dejándola abierta tras de sí.

El corazón de Edurne late fuerte. Su respiración es pesada. Hace años que no se ruboriza. Qué vuelve, qué regresa a mí, qué me busca! Los recuerdos cruzan su mente de forma desaforada. Todo el universo se ha detenido en este instante y la observa.

Apraze ha vuelto después de tantos años. Edurne ya había perdido la esperanza de volverlo a ver. Ella ya no es la joven de entonces. Ahora es una mujer con responsabilidades y una vida definida. Ya no es la recién casada de hace veinte años, llena de sueños y de hormonas que le hicieron perder la cabeza y enamorarse de Apraze, el loco, el soñador, el poeta pobre y bello.

A lo lejos ya se ve el pueblo. Apraze se alegra. Después de tantos años está de regreso. Ha dado el paso tantas veces pensado. Las dudas han quedado atrás y se ha decidido a retornar a ese ayer, a Edurne. Pero las dudas también crecen en su mente. Será que Edurne lo reconoce. Será que lo acepta. Qué le dirá. Podrá decir las cosas que siente, y Edurne cómo reaccionará. La adrenalina fluye por sus venas. El corazón se le acelera. Suda. Más sigue caminando hacia el pueblo con ánimo. Lo que ha de ser, será. Ojalá sea bueno para mí, piensa.

La conoció por el camino que iba de su casa al centro del pueblo. A mediodía, él salía, después de escribir durante varias horas, a dar una vuelta por el pueblo. Ver la gente, estar entre los vivos y comer un bocadillo en el bar de la plaza. Allí siempre estaban los mismos. Los saludaba y preguntaba sobre su salud, los problemas del campo o el clima. Una rutina agradable y relajante. Edurne pasaba a esa misma hora hacia su casa para almorzar con su marido. Estaba recién casada y trabajaba en el pueblo. Así la casualidad tomó por ellos la decisión de ponerlos en el camino de la felicidad que es, a veces, el mismo que conduce a los problemas y las lágrimas. Pero en ese entonces ninguno pensó en esas cosas, sino que dejaron que la naturaleza tomara su curso. Poco a poco, se fueron dando cuenta de la presencia del otro, de la existencia del otro, de la curiosidad por el otro, del placer de esperar al otro, de la alegría de encontrar al otro. La primera sonrisa, casi furtiva, no se hizo esperar.

El primer domingo de septiembre antes de empezar la fiesta medieval, Apraze salió sin despertar a nadie de su casa y tomó el camino que lleva al mar. Durante más de veinte años fue en busca del dinero para poder volver con Edurne, pero nunca lo consiguió. Así que después de cruzar el Atlántico y avistar de nuevo la costa agreste de Euskal Herria decidió desembarcar para volver a Artziniega y buscarla. Lo que le diría o lo que haría, lo dejó para más adelante. En ese momento, sólo contaba la necesidad de desandar el camino de ida y retornar a su único amor. El regreso lo hizo a pie para darle tiempo a la razón para pensar lo que su corazón ya había decidido. Notó que los antiguos campos sembrados eran ahora pastizales aún divididos por hileras de arbustos o antiguos muros de piedra. El silencio adornaba el paisaje y la luz alegraba la vista de su tierra y la de sus antepasados.

Tomados de la mano hicieron el camino hacia el monte de Otsati. Fue la primera vez que estaban del todo solos. Solos con su amor, con sus pensamientos, con la complicidad de la naturaleza, con el sonido de las encinas que los observaban mientras se asomaban al camino.
Caminaron varias horas con la sensación en sus corazones de estar viviendo la verdadera felicidad. Esa emoción que nos produce el sentir que el universo se ha detenido a contemplar nuestra alegría, la plenitud del amor. No tenían afán. Cada paso era un paso más en el camino hacia su destino. El aire era tenue y fresco, aunque la temperatura subía con el transcurso del día. Llegaron a un estrecho entre dos montes y se sentaron en un pequeño pastizal que reposaba junto a una quebrada de aguas trasparentes que zigzagueaba juguetona entre las piedras. Apraze se acercó al agua y bebió un largo rato hasta saciar la sed. Edurne lo siguió y se refrescó con el agua fría que bajaba del monte. Una bandada de pájaros pasó volando sobre ellos.

Se recostaron sobre el pasto que estaba crecido y lleno de flores silvestres a disfrutar del instante. Apraze se sacó del bolsillo del pantalón su cuaderno de notas y en medio del sonrojo le leyó un poema que le había compuesto unos días antes. Y así el amor se adueño de los ojos de Edurne y acercándose a Apraze lo besó suavemente en los labios. Lo abrazó con fuerza y ya no hubo nada que detuviera al amor que los embargaba y que por sus cuerpos tomaba nueva vida hasta bien entrada la tarde en que los dos se echaron uno al lado del otro para descansar de ser felices. El azul del cielo era intenso y el agua y los arces y fresnos volvieron a ser los compañeros secretos de la pareja de enamorados.

A última hora de la tarde, tomados de la mano se encaminaron de nuevo hacia el pueblo donde la cotidianidad los esperaba. Los ojos de los dos tenían el toque mágico de los iniciados, de los invencibles, de los que el amor ha trastornado. No volverían a sentir el cuerpo tan vivo y tan radiante ante la fatiga del amor como aquel día. La vida los había escogido para que continuaran la historia de la humanidad y llevarán la esencia del destino en ellos. Hoy no se cambiaban por nadie y hubieran hecho frente al mundo entero por ese momento único de sus vidas.

Poco antes de llegar al pueblo se separaron con dificultad en medio de infinidad de besos y abrazos y tequieros. Apraze se quedó en medio del camino mirando como Edurne se alejaba de él mientras volvía a casa llevando en su vientre a Ohane la bella que nacería del amor. Pero en ese momento, ellos no sabían que el destino ya había decidido por ellos.

Paskoal, el tierno marido de Edurne, la esperaba en la cocina de la casa. Había comenzado a preparar una ensalada y cortado el pan y el jamón. También había puesto la mesa para los dos. Al entrar en casa, Edurne fue recibida con un dulce beso en la boca y un qué guapa estás, mujer, lleno de cariño y admiración. La felicidad de Edurne desapareció y una desagradable sensación invadió su cuerpo. La vergüenza brotó en sus ojos y escondió su rostro en el hombre de Paskoal. Él le acarició la cabeza con suavidad y afecto. La llevó hasta su asiento en la mesa y le ofreció un vaso de vino, que ella bebió de un solo trago. Edurne guardó silencio. Esa noche se amaron con sabiduría y ternura hasta el amanecer.

A la mañana siguiente, Paskoal tomó el camino de Karrantza Harana, donde quería ver un sel para el ganado. Apraze se levantó temprano y salió a correr por los campos mientras soñaba en la vida futura con Edurne. Ésta no quería levantarse de la cama. No sabía qué hacer.
Se sentía atrapada entre dos amores. Los dos muy diferentes: el uno la seguridad y la ternura; el segundo la pasión y la sorpresa. Las horas transcurrieron lentas como si no se hubieran recuperado de tantas emociones del día anterior. Ese día permaneció cada uno con sus propios pensamientos y ensimismamientos.

Un par de noches después, Apraze salió de su casa aprovechando la oscuridad decidido a pintar por todo el pueblo su amor por Edurne. Con un pincel y pintura blanca escribió en las paredes del pueblo y en uno que otro árbol la abreviatura de “Edurne te amo”, Eta. Nadie lo vio ni lo oyó, al menos eso pensó Apraze. Con una sonrisa en la cara regresó a casa y durmió profundamente. Al otro día, la consternación en el pueblo fue grande. La tercera parte del pueblo reprobó la pintada, la otra lo aprobó y la tercera se rió de las tonterías de los jóvenes y olvidó el asunto. Pero uno, que observó a Apraze con un tarro de pintura en la mano la noche anterior mientras regresaba a casa, informó a la guardia de quien había hecho la pintada.

Edurne continuó su vida normal con la cabeza en otra parte. Se debatía entre dos amores, dos hombres que la amaban de verdad, cada uno a su manera. Los dos eran buenos y a los dos los quería. Iba de la casa al trabajo y del trabajo regresaba a ella. Quería evitar el encontrarse con Apraze. Aunque se moría de ganas de verlo. Se sentía confundida e indecisa. Paskoal no regresaría en varios días. El tiempo se le hacia largo. Pasaba las horas ensimismada en su pensamientos. Pero, también, sus deseos la empujaban a encontrarse con Apraze. Y no sabía qué hacer. O posponía lo que irremediablemente haría: encontrase con Apraze. Así que al segundo día de la partida de Apraze salió en busca de su amor. Por el camino vio las pintadas y reconoció la escritura de Apraze y el significado de Eta. No pudo evitar sonrojarse y que el corazón latiera más rápido. Apresuró su andar al descubrir que todo el camino estaba con esas pintadas. Al cruzar frente a la guardia se encontró con su primo Garin que era guardia. Se saludaron con afecto pues estaban muy unidos desde la niñez. Ambos eran de la misma edad y durante mucho tiempo algunos en el pueblo pensaron que terminarían juntos. Pero Edurne se enamoró de Paskoal que vivía en un caserío cercano y se casó con él. Sin embargo, su amistad siguió intacta. Garin, que sabía de la amistad de Edurne con Apraze, además de su amor por él, le contó sobre la denuncia hecha contra Apraze por un vecino y que la guardia pensaba detenerlo para interrogarlo, pues se había convertido en sospechoso de ser un activista político, que podría ser peligroso. Edurne se rió y le dijo que Apraze, el poeta, era un hombre pacífico y sin el menor interés en la política. Garin asintió y le respondió que él lo sabía, pero que se había decidido detenerlo a la mañana siguiente y que por eso le avisaba para que le contará a Apraze y éste pudiera irse antes de que llegará la guardia.

Edurne se fue en busca de Apraze, que a esa hora debía estar sentado escribiendo en el jardín de su casa. Después de recorrer la escasa distancia hasta la casa de éste, golpeó en la puerta y esperó nerviosa a que abrieran la puerta. Detrás de la puerta apareció Apraze con su habitual sonrisa y miró sorprendido a Edurne. La notó diferente y preguntó qué le pasaba. En pocas palabras Edurne le contó la conversación que sostuvo con Garin. Apraze se quedó pensativo y dijo sólo un “Entiendo”. Edurne le tomó la mano y le susurró al oído “Tengo miedo por ti. No quiero que te pase nada. Vete, por favor.” Apraze la abrazó y guardó silencio. Ella se separó de él sin ganas diciéndole ”Te estaré esperando”. Y se alejó.

Al amanecer del primer domingo de septiembre antes de empezar la fiesta medieval, Apraze salió sin despertar a nadie de su casa y tomó el camino que lleva al mar.

Cuatro días después, Edurne supo con certeza que a Paskoal le había pasado algo. Debía haber regresado hacia dos días y aún no sabía nada de él. Después de arreglar la casa, fue hasta la guardia para hablar con Garin. Éste la tranquilizó y salió en busca de Paskoal con otros dos guardias. Tomaron el camino que conduce a Karrantza Harana mientras Edurne se quedó en medio del camino mirando como se alejaban y pensó que así también se iba su alegría en unos pocos días. De ser feliz había pasado a la angustia de temer lo peor con Paskoal y a no saber qué sería de Apraze. Pero Edurne, como siempre, hizo lo que había aprendido desde pequeña en casa de su abuela: cuando algo te angustie -le había dicho su abuela con una sonrisa- limpia la cocina, ordena los armarios, restriega el piso. No dejes que los pensamientos negativos consuman tu cerebro. Si después todo sale mal, al menos la casa está limpia. Porque cada día trae su afán y la vida siempre tiene un mañana. Edurne volvió a casa y empezó a arreglar el jardín. Quitó la maleza, abrió surcos, sembró matas y semillas que florecerían en las siguientes primaveras. La vida le cambiaría de manera radical y Edurne lo intuyó. Pero el placer de la jardinería la acompañaría el resto de su vida.

Garin encontró el cuerpo sin vida de Paskoal en el fondo de una cañada que corría junto al camino de montaña. Lo abrazó con ternura y dolor. Lloró mientras lo mecía entre sus brazos y recordaba la infancia que vivieron juntos y los sueños que habían compartido. La muerte de Paskoal fue un golpe para todo el pueblo, pues todos lo habían aprendido a querer por su responsabilidad y sensibilidad ante el dolor de los otros. La iglesia estaba llena y la misa que ofició don José, el cura castellano que los había visto nacer y les había enseñado el catecismo y, más adelante, les había dado la primera comunión, fue sencilla, emotiva y tocó el alma de tanta gente que estaba afectada por la tragedia. Todos rodearon de afecto a Edurne, que no paró de llorar varios días con sus noches. Edurne prefirió quedarse sola en casa y no volver a casa de sus padres por unos días a pesar de los ruegos de éstos. Edurne no los tranquilizó pero les insistió en que necesitaba estar sola con su dolor. Sus padres la dejaron sola en la casa a regañadientes. Edurne se sentó junto a la estufa, lloró profundamente y por última vez. No sintió culpa por haber amado a Apraze, pues su amor por Paskoal fue siempre puro y honesto. Ahora tenía que pensar en su futuro.
El enterarse un mes después de que tendría una hija le ayudó a rehacer su vida, volver al trabajo y a su jardín.

A finales de mayo nació una niña grande y bella como su madre y con los ojos soñadores de su padre. Edurne al verla y tomarla en brazos supo que esa niña llena de vida y posibilidades era la hija del amor. Le puso de nombre Oihana -atracción por los bosques- para recordar la felicidad que ella vivió y que esta niña sentiría por estar viva y por poder disfrutar de cada instante en este mundo. La única oportunidad que tenemos de ser lo que queremos y de enfrentarnos cada día a la sorpresa de la vida. Oihana sería vida para su vida y existiría en los términos que ella quisiera realizar su propia vida. Sería libre de definirse a sí misma y no cargaría con ningún dolor heredado. Ella sería más libre que su madre.

El hilo de la vida que unía a Edurne y Apraze se alargó alrededor del mundo durante tantos años, que ambos habían casi perdido la ilusión de volverse a ver. Apraze vio el mundo y navegó los mares. En ningún lugar fue del todo feliz y el recuerdo de Edurne permaneció con él. Edurne que siguió su rutina del trabajo y, luego, a su jardín, pasaba la mayor tiempo del tiempo al lado de Oihana hablando con ella sobre todos los temas de la vida. Desde sus primeras palabras le habló como a una persona. No como muchos padres que tratan a sus hijos como si fueran limitados o tontos. La inteligencia natural de Oihana se desarrolló y floreció llevándola a preguntar y querer conocer todo sobre la vida y las personas. Edurne se preocupo por mostrarle la imagen de su padre con amor y ternura como ella lo recordaba. Le habló de la felicidad y del diario vivir con un hombre al que el amor había bendecido. También le contó sobre su amor por un poeta que era bello, generoso y soñador. Le habló sobre la alegría que había sido su nacimiento y lo agradecida que estaba por haberla tenido y haber compartido con ella tantos días maravillosos.
Oihana vivió una infancia y adolescencia plena. El día en que Apraze desembarcó en Santurtzi, Oihana cumplió veinte años y Edurne cuarenta, dos días después.
Garin fue el primero en ver la figura de Apraze a lo lejos mientras se acercaba caminando al pueblo. Al comienzo era apenas un punto en la distancia y tras un rato la silueta de un hombre apareció. Apraze andaba a paso seguro pero, por dentro, su corazón latía cada vez más rápido.
Volver a pie al pueblo había sido un excitante y revitalizador paseo por su tierra y, también, un peregrinaje por sus recuerdos, emociones y sentimientos. La imagen de Edurne era la que impregnaba toda su memoria y cada uno de los sitios en que estuvieron. Edurne, el amor de su vida. Necesité toda una vida para regresar a ella, pensó, pero ya estoy acá. Garin se preguntó ¿quién sería el que venía de lejos? ¿Un extraño? ¿Qué quería? ¿Sería un caminante? ¿Un vagabundo? O, ¿algún pillo? Un momento después, pensando en quién sería, notó que esa figura no le era del todo desconocida. Pero, ¿quién era?

Garin no podía creer que, después de tantos años, Apraze regresara al pueblo. Se volvió para decirle a Oihane que fuera corriendo a casa a avisarle a Edurne que el hombre de los poemas había regresado. Oihana se levantó y se fue rápidamente a su casa. Garin se paró de la mesa del bar y se dirigió hacia el camino por el que Apraze venía. Apraze también lo reconoció y alzó el brazo para saludarlo. Garin sonrió e hizo señas. Se encontraron a medio camino a la entrada del pueblo y se abrazaron por un largo tiempo. Se miraron y reconocieron que los años habían pasado y que de los jóvenes que una vez fueron, ya sólo quedaba la alegría de la mirada y los rasgos del tiempo en el rostro. Apraze tenía un nudo en la garganta y preguntó con emoción por Edurne. Garin le dijo que estaba en casa, seguramente arreglando el jardín. Hablaron un rato al lado del camino y luego de un tiempo prudencial, Apraze le dijo a Garin que iría a saludar a Edurne. Garin comprendió el deseo de Apraze y lo dejo partir con un gesto amistoso.

Apraze supo que el momento tanto tiempo esperado había llegado. Ya nada ni nadie se interponía entre Edurne y él. Al fin, volvería a ver los ojos verdes y el rostro tantas veces recordado de su amada. Podría oír su voz y abrazarla contra su pecho y sentir el latir de su corazón y la vida en su cuerpo. Caminó los últimos metros que lo separaban de ella como entre nubes. No sentía el cuerpo y se sentía ligero, aunque el corazón latía aceleradamente. En su mente sólo había un pensamiento: Edurne. Al fin, Edurne. Vio la pared de piedra de la casa de ésta y la puerta de madera y más allá el muro que separaba la calle del jardín. La tarde se detuvo en Artziniega y se hizo un silencio eterno en la cabeza de Apraze. Era el momento que más había imaginado en los últimos veinte años.

Edurne respira profundo y se mira frente al espejo. Quiere verse guapa. Está nerviosa y no deja de arreglarse el pelo. Después de tantos años él ha vuelto. Los recuerdos regresan a ella. Tanto tiempo ha pasado, tantos días pensando en él, tantos inviernos fríos y la vida que no se detiene a esperar a nadie. Sabe que ya no hay vuelta atrás y que hablará con Apraze y lo abrazará y podrá decirle todo lo que en estos años se ha ido acumulando en su alma. Hay una parte de ella que nunca ha dejado de ser sólo para él. Es el territorio de su memoria que pertenece a Apraze, a los sueños, a los poemas a los días de la juventud, a la locura del verano. Oihana le grita desde el jardín que el poeta ha llegado. El corazón de Edurne retumba en sus oídos.

Apraze la ve y se sorprende al ver a una joven que le sonríe y se ve igual a Edurne. Es Edurne a los veinte años. Tiene una hija tan guapa como ella. Dos veces el mundo ha sido bendecido con la belleza. Dos veces el sol ha salido para él. Oihana se acerca a él con desparpajo y le besa en la mejilla mientras le da la bienvenida con un “Hola, poeta”. Apraze ríe ante el saludo y le pregunta su nombre. “Oihana como el bosque”, responde con gracia. Una hija y el bosque y los recuerdos de Edurne se disparan por el cerebro de Apraze y forman nuevos supuestos y se da cuenta de que ella puede ser su hija. Dios mío, qué sorpresa tan maravillosa! Apraze no sabe bien qué debe hacer y se queda esperando. Oihana nota la confusión de éste y le dice que su madre ya viene. Lo invita a sentarse en un banco que hay en medio del jardín , pero él prefiere esperar de pie. No se puede relajar y está hecho un mar de nervios, de emociones nuevas y encontradas. Ya quiere ver a Edurne.
Fue un abrazo largo y profundo. Un abrazo que les devolvió los años perdidos y todo el silencio que habían sufrido. No se querían separar y así permanecieron varios minutos: uno en brazos del otro. Luego, se contemplaron largamente, rieron, se volvieron a abrazar, se tomaron de las manos, se dijeron mil cosas y tequieros. Sintieron, una vez más, que el uno era parte del otro, que la complicidad pospuesta revivía, que todo el tiempo que habían esperado había dejado de existir, que los dos se podían mirar, tocar y hablar. Y hablaron durante horas sobre todos los años que vivieron la ausencia del otro. Desde los viajes de Apraze hasta el jardín de Edurne, desde el día en que fueron al monte Otzati hasta aquella mañana de septiembre en que se separaron. También absorbieron cada uno al otro hasta saciarse de su presencia. La armonía del espíritu fue creciendo en ellos y se sintieron plácidos y cómodos con el otro. Llegaron al momento en que sus más íntimos pensamientos fueron leídos por el otro y aceptados como una realidad ineludible. Así Edurne pudo llorar en el hombro de Apraze la muerte prematura de Paskoal y alegrarse del nacimiento de Oihana, y Apraze le habló de sus viajes alrededor del mundo y del dolor por su ausencia. Pasadas las horas y los silencios cómplices en el jardín, la tarde fue quedando atrás y Garin apareció con su eterna sonrisa a la entrada de la casa. Oihana corrió a abrazarlo mientras le gritaba “Papá, te estábamos esperando”. Apraze miró a Edurne con los ojos llenos de tristeza y ésta supo que el momento de la tan temida verdad había llegado.

Con la mirada bondadosa y con el corazón partido por el dolor, Edurne miró a Apraze y le dijo “Tenía miedo de este momento, de que te marcharas, de que no entendieras, pero ahora que hemos hablado sé que me comprendes y aceptarás como soy, como son las cosas. Ya conoces a Garin, mi marido. Sin él no hubiera podido sobrellevar la muerte de Paskoal y tu ausencia. Yo lo amo y le estoy agradecida por su generosidad y su fortaleza”.

Apraze los miró a los dos y supo que había llegado tarde a la felicidad. Se alegró por ellos pero, ya no pudo seguir hablando y calló. Garin tomó de la mano a Oihana, quien se volteó a mirar por última vez a Apraze, y entraron en la casa. Edurne no quiso soltar la mano de Apraze y se levantó con él y lo miró a los ojos y le dijo ”También es cierto que tú eres y serás siempre el amor de mi vida. Mi gran amor. Pero, Garin es mi otra vida”.

Apraze la besó en la mejilla y se soltó de sus manos. Sin fuerzas y embargado por la pena salió a la calle y se alejó mientras los últimos rayos del sol desaparecían en el horizonte.

La noche en que Apraze se fue, varios campesinos de los alrededores vieron en el camino un arco iris que brillaba con los últimos rayos de sol y que se sostenía en el aire. Nunca la oscuridad estuvo tan clara como bajo el arco iris de los sueños de Apraze que se perdían en el cielo, como él en la noche.