miércoles, 29 de agosto de 2012

El extranjero y la libertad






Yo no comencé a ser extranjero en Alemania. Empecé a ser extranjero desde muy niño. Al sentir que entre los otros y yo había una frontera invisible, una línea divisoria entre la forma en que yo percibía el mundo y la de los otros. Donde más a gusto me siento es en mí mismo. Ese inmenso territorio que es mi mente es mi verdadero hogar. Es el único lugar del universo donde no me siento extranjero. No es que no me gusten los otros, al contrario, me encantan. Pero hasta cierto punto. Y es en ese punto en que comienza la frontera entre ellos y yo. A mi yo sólo entran, y solo a ratos, los que conmigo son. Los demás que, también respeto y estimo, esa multitud que conforma la mayoría, me hacen sentirme extranjero entre ellos. Aunque hable la misma lengua, coma lo mismo, sienta de manera similar y en mi mente habiten los mismos sueños, miedos, incertidumbres y experiencias, no somos iguales. Hay diferencias. Una de ellas es mi imposibilidad de aceptar como legitima la autoridad de otro. La única autoridad que respeto y acepto es la autoridad que nace del conocimiento, del dominio de un oficio, de un arte o de un tema. Y aun así el derecho a disentir permanece. Porque nunca debemos olvidar que la equivocación es connatural al ser humano. Ahí es donde me vuelvo extranjero, en ese momento en que alguien que tiene autoridad quiere obligarme a aceptar su verdad, no porque tenga razón,  sino porque ella o él tienen poder. La mayoría se siente a gusto con esa forma tan arraigada de convivir. Yo no. No soy inferior a nadie ni superior. 

Tengo el deber, más que el derecho, de vivir en mis propios términos y, si alguien quiere obligarme a cambiar mi manera de pensar y de vivir, se enfrentará a mí y a mi capacidad de argumentar, de razonar y de ver el mundo. No siento que los seres humanos seamos libres. La libertad nos sirve de meta conceptual inalcanzable para buscar ser más nosotros. Tampoco he sentido por ello que seamos esclavos. Más bien es que nacemos limitados y está en nosotros agrandar el espacio mental en el que nos podemos vivir. Esa es la única libertad que pienso realizable.

Rechazo con todas mis fuerzas esa libertad que esgrimen algunos para esclavizar a otros, para robarlos, para matarlos, para dar rienda suelta a la barbarie a nombre de la libertad. Todos sabemos quiénes son. Por ello no es necesario citar nombres. Sólo hay que leer la prensa de vez en cuando y encontraremos a esos predicadores de la libertad.

sábado, 25 de agosto de 2012

El regreso del poeta













Llegué de noche a Lesbos. Con cielo despejado y el universo mirándome desde las estrellas. La isla emergía desafíante del mar -como en el tiempo de los alceos- frente a la costa de Turquía. Parecía que quisiera comérsela. El Mar Egeo negro y ciego gemía una y otra vez contra la costa. Volvía a la isla cargado de tristeza, incertidumbre y enamorado.

Mitilene dormía. Sus calles y casas también se habían desocupado y reposaban silenciosas esperando el nuevo día. No se oía nada salvo mi soñar. Llevaba en mí la imagen de una mujer hispalense de ojos como atardeceres y piel suave como los vientos entre los olivares.

Había abandonado la vida que había llevado por mucho tiempo y decidido seguir mi destino, y ser poeta. Regresaba a la isla en busca de sosiego e inspiración para volver palabra lo que que había visto y sentido en ese viaje incierto que es la vida. Volvía a la isla por mí, por los dos. Aunque ella me soñaba a orillas de otro mar. Mientras caminaba en mi mente resonaban las palabras del Talmud.

Si yo no soy para mí mismo.
¿ Quién será para mí?
Si yo soy para mi solamente,
¿ quién soy yo?
Y si no ahora ¿ cuándo?”

Con ellas me daba valor, porque no hay nada que produzca más miedo que ser uno mismo. Al fin, ser uno mismo. No ese vivir como si lo que nos es impuesto fuéramos nosotros. Sino dejar de  ser lo que no fui, soy o seré, y al fin vivir, vivir lo que soy: un poeta.