jueves, 23 de junio de 2011

Cita al atardecer en Lisboa



Déjame que sea tu noche,
que enturbie tu transparencia
¡Déjame ver tu hermosura!
Manuel Altolaguirre

¿Cuántas veces habré traicionado a mi destino? ¿Cuántas veces habré estado cerca de hacer lo correcto y he seguido de largo? ¿Cuántas veces entre más luz había en mi vida más oscura la sentía? Estas preguntas una y otra vez regresan con su carga de incertidumbre, de duda sobre mis dudas, preguntas que nunca tienen respuestas. Y si tuvieran respuesta serían de nuevo pregunta, porque yo no dejo de dudar de mí, de lo que soy y lo que siento. Me alejo de mis dudas y regreso a ellas como las olas que se rompen contra la costa: una y otra vez sin cesar, sin dejarse atrapar.

Jamás me casaré contigo, me dijiste. Y, de pronto, mis ilusiones se vinieron al piso. Ni siquiera podré soñar que un día tú y yo, por quién sabe cuál razón, podamos estar juntos. No sabré qué es verte despertar a mi lado, planear un día contigo, preparar la cena juntos, sentarnos en la noche muy juntos y abrazarnos, dejar que el amor nos cubra del todo. Nunca será mayo para nosotros.

La felicidad se escapa por entre mis dedos una vez más. Y yo no sé si esta vez quiero pelear lo que de antemano está perdido. Porque si yo no te amo para vivir contigo, si sólo quisiera ser tu amante, para qué todos estos años esperándote. No te sigo amando para estar contigo un par de horas de afán. Te amo para que una mañana ya no partas nunca más. Estoy sentado en la terraza del más bello hotel del mundo y contemplo a mis pies Lisboa.

Llegué a Lisboa un día antes de lo planeado. La otra punta de Europa. La Estambul sobre el Atlántico. Es mi primera vez que estoy en esta ciudad y siento que sólo he regresado a ella, como si me hubiera estado esperando desde siempre. Lisboa se desborda sobre el Tajo con sus casas y callejas, y mira el océano que una vez la convirtió en la capital de un imperio que llegaba hasta Macao en China, pasando por Goa en India y Brasil al otro lado del Atlántico. Lisboa es una ciudad que trepa desde el mar hacia los cerros y que está unida por el tranvía y el funicular. Una ciudad acunada a orillas del agua y que mira hacia el infinito.

Laura ha reservado la suite Bartolomeu de Gusmão en el Palácio Belmonte, el hotel más bello del mundo. La suite es enorme, de tres niveles y una terraza desde donde se puede ver el río Tajo y la Alfama. Está situada en una torre mora del siglo VIII y enchapada en azulejos del siglo XVIII. Laura no ha escatimado nada para nuestro encuentro al borde del océano. Además, no pudo evitar hacerme un guiño cariñoso al escoger la suite con mi apellido. No ha dejado nada al azar. Me emociona pensar en verla de nuevo: sus ojos verdes y su mirada en la que quisiera vivir para siempre. No quiero pensar en lo que cuesta. Pero ya estoy acostumbrado a que Laura no evita los gastos. Para ella son parte de su cotidianidad, pero para mí son y serán siempre un sueño, un imposible. Soy de hoteles en que todo está incluido para no llevarme sorpresas de plata. Pero disfruto cada instante de este hotel palacio situado sobre el Páteo Dom Fadrique. La primera sección del palacio fue construida en 1449 sobre la antigua fortaleza romana y las murallas moras llamadas "Cerca do Alcáçova" y "Cerca Moura", agregándole tres torres. En 1640 la familia agrandó el palacio con una terraza al este y cinco fachadas de estilo clásico, que son las actuales. Después de desempacar la maleta con lo poco que llevé, salí en medio del mareo producido por tanto lujo a la calle. Bajé caminando hasta la orilla del Tajo por entre calles curvas y estrechas, llenas de restaurantes y bares entrañables. Tuve tiempo de pensar en el gran poeta Pessoa y un poema que me recuerda a esa mujer que vive en mi corazón y que me espera al otro lado de mis sueños:

He pasado toda la noche sin dormir, viendo,
sin espacio tu figura.
Y viéndola siempre de maneras diferentes
de como ella me parece.
Hago pensamientos con el recuerdo de lo que
es ella cuando me habla,
y en cada pensamiento cambia ella de acuerdo
con su semejanza.
Amar es pensar.
Y yo casi me olvido de sentir sólo pensando en ella.
No sé bien lo que quiero, incluso de ella, y no
pienso más que en ella.
Tengo una gran distracción animada.
Cuando deseo encontrarla
casi prefiero no encontrarla,
Para no tener que dejarla luego.
No sé bien lo que quiero, ni quiero saber lo que
quiero. Quiero tan solo
pensar en ella.
Nada le pido a nadie, ni a ella, sino pensar.”

He llegado a orillas del Tajo y me paro a mirar el imponente paisaje de esta ciudad que se despereza hacia arriba, hacia el cielo y suspira. Una ciudad que me envuelve de emociones, que parece hecha para mí, que fuera mía desde antes de que yo fuera el sueño de alguien que me hizo a imagen y semejanza de sus anhelos y de sus antepasados. Lisboa me enamora y me produce saudade de ser otro que también te quiere. Ante mí están Almada, Seixal y Montijo, esperando a la otra orilla del río.

Pienso una vez más en Laura, en lo que siento por ella, en lo que ella es en mi vida. Laura que estuvo perdida tanto tiempo, pero que nunca fue ausencia. Era intermedio entre el antes y el ahora. Y, sin embargo, veinte años de mi vida se perdieron en ese espacio de dudas, dolor y silencio. Laura no sólo es amor es también el camino de los imposibles para mí. Nuestro amor es expectativa, un quizá mañana, un ahora no, un esperame un poco más, un encuentro furtivo y rápido. Laura, contigo no estoy, pero sin este soñar en ti no vivo. Quiero lo que nunca te he pedido en serio, pero es lo más serio que nunca te pediré: que vivas conmigo el resto de muestras vidas. No es mucho, pero todo para mí. Ya estamos llegando al final y sigo sin ti.

Mientras mi vida está en una encrucijada, la noche se asoma a lo lejos y el sol de Portugal se despide dorando las fachadas de las casas que se agolpan unas junto a otras para jamás dejar de mirar al mar. Yo suspiro y meto las manos en los bolsillos y camino de nuevo la cuesta que me lleva de vuelta al Palácio. Es posible que Laura ya haya llegado de París. Mi corazón se acelera. Verdes sus ojos y eterna es su mirada. Acelero el paso. Al entrar al hotel, uno de los muchos y elegantes empleados se acerca con un sobre sobre un plato de porcelana blanca y me dice que he recibido un mensaje. Pienso que como en el siglo XIX. El detalle me gusta. Es un breve mensaje de Laura en que me avisa que no vendrá y que espera que la perdone y que disfrute de mi estadía en Lisboa.

¡Qué fácil es que el mundo se venga abajo en el momento en que más arriba estamos! Subo con desánimo a la suite que ya no siento tan elegante y espectacular, más bien enorme como el vacío que siento de golpe entre mi pecho.

Llevo sentado horas en la terraza mirando las luces de la ciudad y el agua del río que no deja de fluir. Permanezco en silencio, flotando en el dolor anestesiado que siento en esa oscuridad profunda que precede a la tristeza.

Laura no viene, porque la vida la llama y yo soy sólo un sueño. Un instante mágico, pero sólo eso: un instante. El atardecer cubre Lisboa de un ambiente único que emociona, que convierte mi tristeza y mi rabia en melancolía. Sólo lloramos por quien amamos, por quien nos hace feliz, por ella que tanto he querido y me ha querido. Pero la vida nos hizo al uno para el otro, pero no para que todos los días fuéramos juntos por la vida. Lo nuestro son estaciones espaciadas que nos encuentran en el camino y nos reúnen.

No se puede perder lo que nunca ha sido de uno, pienso al comienzo de la noche y me quedo dormido.

miércoles, 22 de junio de 2011

Amores imposibles


 Los amores imposibles son secretos que se esconden al otro lado de los sueños. Cada uno lleva su amor imposible por la vida. Oculto entre nuestra diaria realidad vive ese amor imposible que nos mantiene con vida, con la sonrisa en la boca. Preguntas sin respuesta o respuestas sin pregunta que me hago mientras pienso en ella. Porque yo como Laura tengo un amor imposible que los dos compartimos: a veces, en silencio, a veces con besos. Los dos estamos enamorados y cada uno hace su vida como si el otro no fuera parte de ella. En los amores imposibles la felicidad siempre está por llegar. En la realidad llega y se va dejándonos sumidos en el desamparo. Nada tan doloroso como haber sido feliz.

Le tengo miedo a la felicidad. Es presagio de la tristeza. Es el comienzo del dolor. Antes de empezar a sufrir, estoy feliz. Una y otra vez caigo en la trampa de pensar que la felicidad durará un poco más. Pero no es así: soy feliz y luego llega la tristeza, ese largo período de dolor, de soledad, de pensamientos amargos, de oscuridad.

La otra noche Laura me preguntó así sin darme tiempo de pensar el porqué hacía tan infeliz a tantas mujeres. La miré sorprendido. Sí, me dijo, en el Facebook veo que tienes muchas amigas y les dedicas poemas y frases lindas. Qué esperas de ellas, por qué las ilusionas. Suspiré y me quedé en silencio. Mi mente busca una respuesta y no la encuentro.
No sé qué decirte, le respondí. No sabes o no quieres decirlo, me dijo con una sonrisa de te tengo pillado.
Cómo explicarle que soy un hombre triste, que no creo en que alguien me ame más de un tiempo limitado, cómo contarle lo que he sufrido con el amor, cómo hacerla sentir el dolor de no ser amado más. Por eso amo como las mariposas. Vuelo y vuelo y no paro nunca. No quiero volver a sentir ese dolor intenso de no ser querido más.
Ahora soy un hombre siempre a punto de partir, listo a huir al menor contratiempo, un lisiado del amor. Quiero y no quiero. Nunca quiero demasiado.
Cuando te leo, sé que eres un hombre que ha sido herido por ellas. Se siente en tus poemas. Lo sé, me dice con ternura. Laura me toma de la mano y me besa en la mejilla. Pero no debes ilusionar a una mujer y después dejarla. Y ¿quién es esa Laura a la que le escribes poemas tan lindos? ¿Te gusta?¿Acaso soy yo? Me habla riéndose de mí, de mi silencio que me delata.

miércoles, 8 de junio de 2011

San Andrés


  • "Hay un tiempo en el
    que es preciso abandonar las ropas usadas, que ya tienen la forma de nuestro
    cuerpo, y olvidar nuestros caminos, que nos llevan siempre a los mismos
    lugares. Es el tiempo de la travesía: y si no osamos hacerla, quedaremos, para
    siempre, al margen de nosotros mismos"
  • Fernando Pessoa

Fue hace mil años. En otra vida de nuestra vida. Agosto de 1985. En San Andrés. Un día decidimos Laura y yo volarnos sin decirle nada a nadie. Estábamos hartos de escondernos de nuestras vidas tristes y solas. Ella había decidido no seguir en el país y llevaba varios meses buscando una universidad en el exterior para hacer una especialización en artes plásticas. Yo por mi parte sobrevivía al matrimonio. Éramos amigos del colegio, de toda la vida. Aunque ella no era del Andino. Nos conocimos en una fiesta del curso. Ella es prima de un compañero del curso y fue con él. Ella era del Italiano. Esa noche bailamos todo el tiempo, hablamos sin parar y sentimos una ola de atracción y simpatía enorme. Nadie nunca ha sabido que seguimos siendo amigos. Sin hablar nunca del otro, los dos mantuvimos nuestra amistad sólo para los dos. Salíamos juntos a sitios donde los demás no iban. Nos gustaba mucho coger el carro e irnos por detrás de la Calera hasta Sopó, donde almorzábamos y hablábamos de todo: nuestras vidas, nuestros problemas, nuestros sueños. Ella me encantaba y yo a ella. Pero mantuvimos durante casi toda nuestra amistad un acuerdo mudo de no dañar la relación con un amor. No queríamos dejar de querernos, de ser del otro.
Así que una mañana tomamos un avión para San Andrés. Queríamos ser nosotros mismos. No conocer a nadie. Ser anónimos. Poder estar juntos de verdad sin pensar en los demás. Era la manera en que deseábamos despedirnos. No sabíamos en ese momento cuándo podríamos volver a vernos.
Laura tenía 25 y yo 28 años. Laura estaba espectacular. Quitaba el aliento. Era preciosa. Demasiado bella para no enamorarse. Demasiado tierna e inteligente para no enamorarse. Demasiado feliz para no enamorarse.
San Andrés es una isla en forma de caballito de mar que nada en medio del Caribe. Y que a comienzos de los ochenta me gustaba más que otro lugar del mundo. Especialmente la playa de San Luis con su destartalado Hotel Caribean y un restaurante de pescadores donde se comía la mejor langosta que he probado jamás. Salvo los fines de semana en que llegaban los turcos de los almacenes del centro a pasar el día, la playa permanecía casi vacía, salvo un par de turistas gringos y un pescador que buceaba cerca de los arrecifes y en la tarde regresaba con su pesca en la mano.
Laura y yo llegamos al mediodía de un miércoles. Aterrizar en la pista que atraviesa de lado a lado el ancho de la isla, es una prueba para cualquier piloto. Y para los pasajeros que se asoman a las ventanas para mirar la isla desde el aire. En la plataforma se encuentran aparcados los T33 de la fuerza aérea que protegen la isla de las pretensiones nicaragüenses. Tomamos un taxi para ir directo a San Luis. El hotel es una antigua construcción de dos pisos. En el segundo piso hay habitaciones con una terraza común que mira al mar, que nos espera con sólo cruzar la carretera que da la vuelta la isla. La playa dorada nos recibe sola para nosotros. Dejamos nuestras cosas en la habitación ,que es sencilla, casi espartana: dos camas y un armario con un par de ganchos para la ropa y un baño . Nos ponemos los vestidos de baño y corremos al mar. Nos zambullimos de nuevo en las aguas caribes. Al fin.
Laura nada sin prisa y sin pausa. La sigo mirando cada brazada que da y su manera rítmica de respirar. Me encanta mirarla. Llevamos puesto aletas y snorkel para poder observar los peces que nadan en las aguas poco profundas que conforman esa especie de laguna grande entre la playa y los arrecifes. Nadar es un placer inmenso que nos llena de júbilo. Somos jóvenes, estamos solos al fin y disfrutamos la presencia del otro. Por momentos nos detenemos a ver los peces, los erizos y los pulpos que se arrastran entre las colinas de arena sumergidas cubiertas de algas. De cuando en cuando un pez grande gira en redondo al vernos y se pierde en la distancia. El agua es cálida, transparente y nos envuelve. Nadar hasta los arrecifes es nuestra meta.
Al llegar al borde de los arrecifes, nos dejamos llevar por el mar mientras flotamos mirando el sol para descansar. Nos tomamos de la mano para no alejarnos el uno del otro. Me encanta sentir sus dedos sobre los míos. En ese momento de serenidad estamos unidos, somos más que amigos.
El regreso lo hacemos sin afanes dando patadas lentas que con las aletas se convierten en un nadar armónico. En media hora estamos llegando a la playa. La salida del agua la hacemos con las aletas puestas, porque cerca de la playa está lleno de erizos. Nos echamos al sol sin bronceador ni secarnos. Pronto estamos casi secos y giramos mientras nos miramos y nos cogemos de la mano. No hemos hablado casi nada. Dejamos que el silencio nos una, hable por los dos, nos teja un nido donde estar bien.
Por la noche nos vamos caminando hasta el restaurante de los pescadores. Hay dos parejas de isleños. Las mesas están alumbradas con velas. Un viento fresco llega del mar. Una negra grande y sonriente se acerca a nosotros y nos pregunta con su acento isleño qué queremos comer. Por supuesto, que queremos langosta.
Mientras llega la comida, hablamos.
-La posibilidad de seguir siempre con los amigos de toda la vida y en los mismos lugares, me asusta. Es como una amenaza que se cierne sobre mi destino. Quiero vivir en mis propios términos. Mi niñez fue determinada por mis padres que escogieron por mí el colegio, los amigos, los lugares y la ropa que debía usar. Mis pensamientos están condicionados a los de ellos. Pero ahora quiero ser yo la que diga qué voy a hacer mañana y el resto de mis mañanas. No sé bien qué voy a hacer, pero sé bien lo que no quiero hacer más. No quiero tener nada que ver más con los que hasta hoy han sido compañeros o amigos míos, con sus historias, sus limitaciones, sus sueños, sus chistes y sus prejuicios. Quiero irme lejos, donde sea una total desconocida. No ser nadie para al fin ser alguien. Sobretodo, ser yo.- me dice.
- Te entiendo- le contesto- yo también siento que un ciclo de la vida se ha cerrado, que quiero emprender un nuevo rumbo. A veces creo que en la vida nos vamos deshaciendo de todo lo que ya no nos sirve.-
- Y eso incluye, con el dolor del alma, a la gente que nos conoce y nos quiere- me rapa la palabra.
- Sin duda alguna- le respondo un poco inquieto ante la posibilidad que esa afirmación me incluya.
Laura nota mi incomodidad y dice -Aunque te dejará de ver por mucho tiempo, tú eres parte de mi vida. Nuestra amistad es para siempre.-
Le sonrío y le tomo la mano que ella ha extendido hacia mí.
-¿Por qué me cuentas todo esto?- le pregunto. No puedo dejar de suponer que Laura quiere hacer algo que nunca ha hecho. Aunque no me imagino qué.
-Mira, no me gusta nada la vida que llevo. Me estoy ahogando. Necesito otros aires, otras lenguas, otras personas, quizá también, otros miedos.-
- No pensaras en...- no me deja terminar de hablar.
-Por supuesto que no, bobo. - me responde con una sonrisa tranquilizadora. No he dejado de cogerle la mano. Ahora con más fuerza.
- Lo que te quiero decir es que mañana viajo a Miami. Me voy por un tiempo. No sé bien qué voy a hacer. Pero me tengo que ir. No soporto ni un minuto más este estrecho universo en que nos sobrevivimos. Estoy harta de la burbuja. Ese mundo pequeñito donde todos se conocen con todos, donde sólo se puede pensar de una manera, querer de una manera y vivir de una manera. No sé bien qué quiero. Pero esa vida sí sé que no la quiero.-
La miro y callo. Debo pensar en lo que ha dicho.
-Pero te voy a perder- le digo. Qué respuesta tan tonta y egoísta. Pero ya la dije.
-No, para nada. Te repito: no me vas a perder. Pero sí voy a estar lejos por un tiempo.-
Por primera vez en mi vida me levanto de la silla sin pensar y me acerco a ella y, sin decir nada, la beso. Y ella me responde.
La langosta estaba deliciosa. Pero nuestros pensamientos estaban en otra parte. Después de comer, nos fuimos abrazados de regreso al hotel por el borde de la carretera. Durante el camino permanecimos callados.
En ese momento no sabíamos que no nos volveríamos a ver en más de veinte años, que ella se haría millonaria y que yo me sumiría en una tristeza infinita. Pero eso fue hace mil años en otra vida de nuestra vida.

jueves, 2 de junio de 2011

Los caballos del diablo




A las seis de la tarde, al pasar frente al cementerio, Basarri, llamado Adiskide (El Amigo) por todos en el pueblo, recordó que ese verano la muerte aún no había llegado. Había salido de su casa en el borde de las montañas a eso de las cuatro de la tarde con una bota llena de vino para refrescarse por el camino que conduce al pueblo. Basarri nunca se ha perdido las fiestas del verano. Allí se reúne en la plaza con todos los del pueblo para hablar y recordar, y ver las parejas bailando mientras la banda toca música alegre y ligera. Basarri camina despacio por su edad y para disfrutar de sus recuerdos que va desgranando a medida que camina hacia el pueblo. Cada cierto tiempo se sienta a la vera del camino y se bebe un sorbo largo de vino. Descansa unos minutos mientras observa el valle y la gente que pasa frente a él. Basarri está preocupado por el recuerdo de la muerte. Ese intuirla no le deja tranquilo. Pero el calor, el vino y la edad hacen más llevaderas las penas de Basarri, que en un instante olvida sus dudas y angustias, y prosigue alegre el camino hacia las fiestas de verano.
La música flotaba en el aire. Se oía varias cuadras a la redonda. Era una tarde calurosa llena de árboles con hojas verdes que ocultaban parte de la luz que caía sobre la plaza del pueblo donde decenas de vecinos se habían reunido a bailar como todos los años en la fiesta del comienzo del verano. Las sombras se mecían al ritmo de las parejas abrazadas que estaban viviendo ese sueño único del que baila con quien quiere o con quien quisiera querer o que lo quisiera.

Llegó envuelto en un viento tibio que refrescó los acalorados cuerpos de más de uno. Muchas parejas, especialmente, mayores se voltearon a mirarlo. Vieron un hombre joven de alegres ojos que caminaba lenta y despreocupado hacia ellos. Tenía una camisa de lino blanco abierta un par de botones que dejaban entrever su pecho dorado. Los pantalones chinos amplios y ajados le sentaban bien. Sus ojos intensos y vivos devoraban toda la plaza y a los bailarines que parecía que se desplazaban en cámara lenta por la plaza girando alrededor del forastero más bello que hubieran visto.

Zusen miró a su alrededor en busca de un rostro conocido. No vio en ninguno de esas caras sorprendidas la de su amigo a quien había ido a buscar. Cuando un amigo lo necesita, uno debe acudir en su ayuda. Él sabía que Dogartzi estaría mal. Lo intuía: una pérdida estaba en el camino de la vida de Dogartzi. Una tarde descansando frente al puerto sintió la presencia de Dogartzi. Hasta ahora, siempre que sentía la presencia de un ser que no había visto sabía que era el momento de ir a buscarlo para ayudarlo, para liberarlo de su pena. Como corresponde a un verdadero amigo, pensó Zusen.

La gente volvió a bailar animada dejando de prestarle atención. La música de la banda invadió el aire tibio de la plaza y el amor volvió a entrelazar el cuerpo de muchas parejas que se habían encontrado y que, tal vez, seguirían juntas por mucho tiempo. Zusen caminó por entre las parejas y se acercó a una venta de refrescos y licores donde atendían dos señoras entradas en carnes y canas, pero que se notaba que todavía daban guerra. Y querían darla realmente mientras sonreían descaradamente a Zusen y lo invitaban a probar algún vino de la cosecha.

Basarri había llegado hacia más de una hora y dormitaba en el hombro de un vecino mientras la banda seguía tocando a todo ritmo. Zusen tropezó su mirada con una joven delgada y de mirada triste que estaba sentada cerca de donde Basarri dormía el sueño de los inocentes Parecía estar lejana, ausente a la alegría que le rodeaba. Abantza permanecía suspendida en su propio mundo desde que su amor de todo la vida murió a manos de desconocidos una mañana de cacería en los bosques cercanos al pueblo. Nunca se supo quién había sido ni la razón de los disparos. Muchos en el pueblo especulaban que había sido por cuestiones de contrabando. Lo cierto es que desde ese día Abantza había dejado de sonreír, no había vuelto a salir salvo a misa los domingos y se la pasaba en el patio de su casa sentada en una silla contemplando la pared de enfrente donde crecía una enredadera que había sido sembrada por su abuela hacía ya muchos años.

Zusen siente una necesidad de acercarse a Abantza. De repente, quiere saberlo todo sobre esa desconocida. Abantza es una grata sorpresa, un inesperado interrogante de grandes ojos negros llenos de melancolía. Ella debe tener máximo diecinueve años. Una fragilidad angelical la envuelve y la protege. Zusen suspira profundo y empieza a caminar hacia ella. Abantza levanta los ojos y mira distraída al extranjero que se acerca. El aire se detiene por un instante de eternidad en la mirada de los dos. Se funde a mitad de camino en una explosión de emociones en los cuerpos de estos jóvenes, los únicos solitarios de la plaza. Allí está Abantza sentada junto a su madre paralizada ante un Zusen que camina como si estuviera flotando y el sonido del universo le llega a los oídos lentamente, espeso. El tiempo está suspendido. Lo único que se mueve aceleradamente es el corazón de estos dos jóvenes que después de tantos años han llegado a su primera cita.

Un torrente de sangre es bombeado con energía por el corazón palpitante de Abantza y le sonroja los cachetes. Una sonrisa casi secreta se forma en las comisuras de sus labios. Abantza vuelve a la vida. Desde el más hondo abismo de su tristeza ella, la abandonada, resurge en un vuelo de la imaginación ante los ojos de un desconocido. Su piel florece y sus brazos recobran la energía. Todo su ser es un remolino de ilusión que le abre los ojos: esos hermosos ojos negros que han fascinado a tantos hombres en su corta vida. Abantza, la de la belleza espléndida, está a punto de conocer al hombre que le cambiará la vida por completo.
Estás tan cerca de estrechar entre tus brazos tu destino, piensa Zusen mientras invita a Abantza a bailar con la mano extendida. Ella toma la mano del desconocido y sale a bailar con él. Muchos la miran sorprendidos y cuchichean entre sí. Por años nadie vio a Abantza tan radiante como en aquel instante, recordarán después. Pero la música los devuelve a su propia alegría y se olvidan de la pareja que por primera vez se ha encontrado en esta plaza del pueblo al comenzar la noche de San Juan.

Abantza huele a durazno, a verano, a lago de aguas cristalinas, piensa Zusen, mientras acerca su cara al rostro de ella. Han bailado todo el tiempo juntos. No desean que la música termine. Parece que más que girar en brazos del otro, flotan. Se desplazan por el empedrado de la plaza con soltura y ligereza. Se diría que han bailado desde siempre, no que son desconocidos que por primera vez se han visto. Los ojos negros y profundos de Abantza se clavan en los ojos azules y transparentes de Zusen. Se miran, se reconocen, se intuyen, se sienten atraídos. Sus cuerpos ya saben que entre ellos hay más que una noche de verano. Y hablan de ellos, de lo que sienten, de lo que sueñan, de la espera y de la vida que llevan. Ella le cuenta de los días perdidos en soledad, de su dolor y de las noches eternas en que sólo la poesía le hacía posible sobrellevar las horas oscuras. Zusen la mira; él la comprende, él conoce, también, sus sentimientos. El sabe del dolor, la consuela, la emociona, la ilusiona, la llena de deseo y la conduce con firmeza y delicadeza por la plaza mientras la música suena lejana y alegre.

Un momento de descanso de la banda musical es aprovechado por los vecinos del pueblo que están sentados al lado de Basarri para servirse una copa de vino, o algún refresco. Basarri entreabre los ojos y mira a su vecina y amiga de muchos años, Rakel, y empieza a hablarle. Basarri ha recordado que este año la muerte no ha llegado y comenta con su vecina sobre el destino trágico de la joven que hace tiempo murió por amor, o mejor, como dice Basarri, por falta de amor. Desde esos días en los meses del verano desaparecen jóvenes de las fiestas estivales que jamás vuelven a ser vistos por la gente del pueblo. Unos dicen que es la joven muerta quien los rapta y desaparece en venganza por el abandono del amado; otros dicen que los jóvenes aprovechan el momento para realizar sus sueños de una mejor vida y dejan en silencio el pueblo para no volver. Pero, por qué nunca llaman o envían una carta o regresan. Preguntas que hasta hoy no tienen respuesta y que hacen crecer la leyenda de la joven que rapta muchachos en el verano. Basarri tiene sed y le pide a Rakel que le consiga un vaso de vino para refrescarse. Basarri descubre en una esquina de la plaza a Abantza y Zusen y se sobresalta. Pero en ese momento, Rakel regresa con una botella de vino y un vaso en la mano. La sed y la edad hacen que Basarri se olvide de la pareja que charla animada lejos de los demás.

Zusen le contó de su vida en las montañas, de su relación con las nubes, con las vacas y las cabras, de su predilección por los burros, que ya casi nadie parecía necesitar. También, le habló de los perros que lo acompañaban en sus viajes por valles escondidos, ríos olvidados y parajes solitarios de su tierra, donde había transcurrido la mayor parte de su vida. Como pastor Zusen aprovechaba para leer y soñar, para describir el mundo que lo rodeaba y para buscar un lugar en aquellos parajes donde un día construiría una casa de piedra que girara alrededor de la cocina, pues ésta es el centro del hogar, el lugar donde la vida familiar se sazona. La cocina debería tener una ventana grande que diera sobre el valle y que la vista abarcara hasta donde las montañas descienden hacia el lejano mar. Después iría construyendo el resto de la casa con paciencia y empeño en compañía de alguien que quisiera compartir su vida en las montañas.

Las rosas eran las flores preferidas de Abantza. Desde pequeña acompañaba a la abuela en el jardín a arreglar las rosas que sembraba y que tenían los nombres de todas las mujeres de la casa: de las tías abuelas, de su madre, de sus tías, de sus primas, de sus hermanas. Para cada nombre había una clase de rosas; las había rojas, blancas, amarillas, naranjas e injertos que ensayaba cada año la abuela mientras le contaba a Abantza la historia de cada una de las mujeres que ella había conocido. Con el tiempo esas mujeres invisibles fueron poblando la realidad de Abantza hasta formar parte de su vida como si ella las hubiera conocido. Las sensaciones y emociones de la abuela impregnaron el imaginario de Abantza y lo enriquecieron con los sueños de esas mujeres de su familia que vivieron en el caserío de la familia. El mundo de los sueños de Abantza crecía cada año más a medida que la abuela le contaba y recontaba las historias familiares. Con la vejez la memoria de la abuela empezó a fallar y las historias empezaron a convertirse en largos silencios y la tristeza las invadió a las dos, porque cayeron en cuenta de que los días, en que cada una de ellas acompañaría la soledad de la otra, estaban contados. Así decidieron, sin decirse nada, en seguir cuidando las rosas en silencio. Algunas tardes, la abuela la miraba a los ojos y luego la abrazaba por un instante mientras suspiraba. Después se levantaban e iban a tomar chocolate caliente con queso y panes recién horneados.

La música de la banda vuelve a sonar con fuerza y alegría llamando a las parejas a reanudar el baile. Zusen toma de la mano a Abantza y la lleva a la mitad de la plaza. Bailan con ánimo y ritmo mientras no dejan de mirarse a los ojos en busca del otro. Se diría que con afán se quieren conocer hasta el más pequeño resquicio de su vida. No necesitan palabras para entenderse. Basta la presencia eléctrica del otro para crear una onda de energía que los envuelve y los convierte en un sueño común.

En medio del calor y el vino que fluye por sus venas, Basarri trata de hablarle a Rakel. Tiene que avisarle que la muerte no ha llegado aún. Que la parca ronda entre las alegres parejas y puede enamorarse de alguien. Pero el sueño lo vence. Está aletargado y recuesta su cabeza contra el borde de una barda y ronca profundamente. A la distancia, muy a lo lejos, se ve un rayo caer del cielo y nubes amenazadoras y negras resplandecen con la luz del relámpago. Nadie en el pueblo nota la lejana tempestad. Ni siquiera los perros o los huidizos gatos. Apenas un ligero sobresalto en el sueño de Basarri se podría suponer como una mala premonición. La alegría sigue su irremediable curso en medio de los habitantes del pueblo.

Quisiera alzar el vuelo. Llegar contigo hasta las estrellas. Más allá de los sueños. Mostrarte la tierra a lo lejos para que veas que contigo para mí nada es imposible. Ni siquiera besar el cielo y retornar contigo entre los brazos a la felicidad. Tú le pones alas a mi vida. Siembras vientos que dispersan por el mundo mis esperanzas. Todo parece más colorido desde que te conozco. Tú eres un río en el quisiera nadar por siempre hasta llegar al mar de los amores y sumergirme contigo hasta lo más profundo y resurgir a través del agua y remontar las olas. Volar, volar cada vez más alto, más lejos. Ser tuyo y que tú seas mía. Abantza, desde que te tomé en mis brazos y bailé contigo sé que nací para ti y para este momento. Te quiero.

Abantza ríe. La felicidad se perfila en su boca y brilla en sus dientes.
-Es gracioso lo que dices. Cómo haríamos para volar?- Abantza pregunta coqueta a Zusen.
-Es fácil. Todos los enamorados tenemos derecho a un deseo. Siempre que lo pidamos con fe, lo obtendremos. Yo lo que quiero es volar contigo. Mira que esta noche mi espalda se irá cubriendo de plumas hasta convertirse en alas y luego te tomaré entre mis brazos y remontaré hasta el cielo contigo-.
Abantza lo mira feliz y le acaricia con ternura la cara.
- Loco, así que estamos enamorados. Yo de ti y tú de mí. Así no más. Pájaro soñador. Mi hermoso ilusionista. Mi noche inolvidable-.
- Sí, yo creo que lo estamos. Solo, tú y yo. Te quiero mucho, Abantza.- responde Zusen mirando el alma profunda de sus ojos.

La música acompaña el abrazo cálido y eterno que los dos se dan como queriendo creer que los deseos se pueden volver realidad, que ellos son el mundo entero en ese instante. Abantza recuesta su cabeza sobre el pecho de Zusen. Éste huele enamorado el pelo de ella. Suspira profundo y cierra los ojos mientras deja que su imaginación vuele sobre la plaza y llegue al cielo donde se encuentra con los sueños de Abantza, que también ha cerrado los ojos y vuela entre las nubes con él.
-Tengo sed. Me traerías algo para beber?- le pregunta Abantza a Zusen.
-Enseguida- contesta él con una gran sonrisa y se va hacia la mesa donde están las bebidas.

Basarri se voltea sobre la dura piedra y sigue durmiendo el sueño de los justos. En medio de la modorra ve pasar los caballos del diablo. Siete caballos de siete colores y al final el caballo del destino de color azabache que viene desbocado hacia él. El galope de los desastres. Basarri se estremece y gime en medio del ruido de la fiesta.

Los caballos se pierden entre la inconsciencia de los habitantes del pueblo y se dirigen hacia el campo pasando frente a la ventana de Dogartzi, quien se despierta con el ruido del galope.
Mira el reloj y se da cuenta de que ya es casi medianoche y no ha ido a la plaza para estar en la fiesta del pueblo. Se dirige al baño donde se refresca la cara. Luego baja los escalones de dos en dos y cruza el patio apresurada mientras se acaba de abotonar la camisa. Sale a la calle y huele el paso de los caballos del diablo en el aire, pero no piensa en ello. Quiere llegar a la plaza para participar de la fiesta. La calle que conduce a la plaza está a solas y la música lejana resuena contra las paredes de las casas de muros blancos y con cestos de flores adosados a ellas. La plaza se abre ante los ojos de Dogartzi con la gente animada que baila y la banda que toca sin descanso desde una tarima improvisada a un lado de la plaza. Ve a su madre que se acerca adonde Basarri duerme. Rakel, la madre de Dogartzi, lo mira y le sonríe. Él se acerca a los dos y ayuda a su madre a levantar a Basarri, quien con dificultad trata de incorporarse. Se restriega los ojos y reconoce a Dogartzi. Le mira con alegría y le acaricia el cachete. Basarri les cuenta que oyó pasar los caballos del diablo por la plaza y que llevaban afán. Era un signo de mal agüero. Rakel lo mira con ternura y le dice - Basarri, eres el hombre que cuenta las más hermosas mentiras. Por ello te quiero tanto-. Basarri trata de protestar y le insiste que lo que él escuchó es verdad. Dogartzi recuerda vagamente el ruido en sordina al salir de casa y cuenta que él también lo sintió. Rakel apura un trago de vino y le toma la mano a su hijo mientras lo invita a bailar. Los dos caminan hacia la gente y bailan. La música hace que sus cuerpos se muevan alegres y con energía. Rakel y Dogartzi son conocidos por su capacidad de bailar horas y horas. En una de las vueltas que dan y al mirar hacia un lado, Dogartzi ve de refilón a Zusen que se encamina hacia una mesa. Se aleja de alguien , que Dogartzi no logra ver. En las vueltas del baile lo pierde de vista. Piensa que al acabar el baile irá a buscarlo.

A lo lejos, los caballos del diablo se alejan del pueblo por la carretera que lleva al cementerio.

Zusen vuelve en busca de Abantza con las manos ocupadas con dos vasos de vino para refrescarse. La busca en medio de la multitud, pero no la encuentra. No está. Zusen acelera el paso y llega adonde estaban bailando. Abantza no se ve por ningún lado. Zusen deja los vasos sobre un muro y busca por toda la plaza a Abantza. No la ve y el corazón se le acelera. No puede ser que no esté. Tiene que encontrarla. Zusen recuerda que ella le contó que vivía por la carretera que va al cementerio. Zusen sale corriendo esperando poderla alcanzar en el camino. Pasa al lado de Dogartzi sin verlo. Éste intuye un extraño peligro y piensa en Zusen, pero no lo ve, pues está de espaldas bailando con su madre. La música se pierde en el aire y el canto de las chicharras invade los oídos de Zusen.

Los caballos recorren los caminos vacíos de la noche

Zusen corre de prisa mientras mira a los dos lados del camino por si ella está allí. No hay rastro de ella. Zusen sigue apresurado el camino. Ya a recorrido más de un kilómetro y no la encuentra. La respiración se le acelera y la camisa está empapada de sudor. La boca la siente seca. Se le dificulta respirar. Sólo piensa en Abantza. En la oscuridad no se da cuenta de que es medianoche y cae rendido al borde la carretera. Un lejano relincho se oye y luego el más absoluto silencio.

La noche se cierra sobre el pueblo y poco a poco los habitantes vuelven a sus hogares. Unos viven en las casas del pueblo. Otros deberán caminar varias horas hasta llegar a sus casas y fincas en los alrededores. Al comienzo van alegres, gritando y cantando. Con el tiempo, cada uno se va ensimismando en sus pensamientos y sólo piensan en llegar a casa a descansar. Algunos pasan al lado de Zusen sin verlo ni sentirlo. Hasta que la carretera queda solitaria, la plaza abandonada y todo el pueblo en un silencio oscuro. Salvo Basarri que está agitado y no quiere irse con Rakel y Dogartzi a casa de ellos para dormir la mona. Basarri insiste en que algo malo ha pasado. Pero los otros no le hacen caso y lo llevan medio arrastrando, medio caminando hasta la cama en la que ha de dormir las próximas horas.

Los cascos de los caballos nocturnos retumban en los oídos de Basarri. La tragedia está más cerca y él no tiene fuerzas para impedirla. El destino corre desbocado al encuentro de los amantes.

Entre los árboles ve Zusen a Abantza que lo llama con señas. Le extraña que no le hable, pero está contento de verla. Se levanta y se acerca a ella. Los dos se toman de la mano y desaparecen entre los arboleda. En ese instante el caballo azabache relincha y parece dar un salto en el aire detrás de la manada que avanza sudorosa por el camino.

Basarrri despierta muy entrada la tarde con dolor de cabeza. Se sienta en la cama mientras se rasca la barba que le pica. El sol resplandece entre las flores del patio de la casa de Rakel. Sale del cuarto y se sienta a la mesa que ésta ha dispuesto para el desayuno de la tarde. Rakel está esplendida con su serena belleza y Basarri se alegra de estar con ella, su buena amiga de toda la vida. Mientras comen y conversan distraídos, llega Dogartzi corriendo de la calle con el miedo pintado en la cara.

-En el cementerio junto a la tumba de Abantza, la muerta por amor, han encontrado la ropa de un joven- grita con fuerza Dogartzi mientras se sienta a la mesa. En secreto sabe que no volverá a ver a Zusen. Las palabras se le atoran en la boca. Un silencio mortal los agobia a todos.

Basarri oye el galope de los caballos del diablo que se pierden en su mente...


Foto de Javier Teniente

miércoles, 1 de junio de 2011

Marilyn Monroe, 85 aniversario de su nacimiento



32 días después de que yo cumpliera siete años, murió Marilyn Monroe el 5 de agosto de 1962 de una sobredosis de barbitúricos. Ese día no dejé de jugar, ni intuí en el aire el rumor de la tristeza; seguí corriendo, saltando y curioseando el universo secreto que me rodeaba como todos los días y no supe que había muerto el sex symbol por excelencia de la cultura contemporánea.

Porque Marilyn Monroe es la definición en sí misma de la belleza occidental. El sueño de todo hombre y de toda mujer. Ellos la quieren para sí y ellas la quieren imitar. No hay personaje importante o no que en este mundo en algún momento no se vista de la fama de Marilyn Monroe. Ella es la diosa de nuestro mundo sin dioses.

Pero Marilyn Monroe no era sólo la tonta rubia que la maquinaría de mercadeo de los grandes estudios de cine de Hollywood se inventaron para que todos cayéramos bajo su embrujo, ni la esposa del gran beisbolista Joe DiMaggio y luego del escritor Arthur Miller, ni la actriz excepcional de películas como La jungla de asfalto, Los caballeros las prefieren rubias, Todo sobre Eva, La comezón del séptimo año o Bus Stop, ella fue mucho más: un ser sensible, inteligente, divertido e inseguro. Y, para sorpresa de muchos, una poeta de singular talento y sensibilidad.

Para la muestra un botón del libro recién publicado en Alemania por Stanley Buchthal y Bernard Comment:Marilyn Monroe-live bravely :Fragments en la versión original.

My love sleeps beside me-
in the faint light- I see his manly jaw
give away- and the mouth of his
boyhood returns
with softness softer
its sensitiveness that trembling/ in stillness
his eyes must have look out
wonderously from the cave of the little
boy- when the things he did not understand-/ he forgot
but will he look like this when he is dead
oh unbearable fact inevitable
yet sooner would I rather his love die
than/or him?
The pain of his longing when he looks/at another
like an unfulfilment since the day /he was born.
And I in merciless pain
and with his pain of Longing-
when he looks at and loves another
like an unfullfilment of since the day/ he was born-
we must endure
I more sadly because I can feel no joy.

Mi amado duerme junto a mí-
bajo la tenue luz- veo como su varonil quijada
cede- y su boca de la
niñez regresa
una suave suavidad
de sensibilidad que tiembla/ En calma
sus ojos debieron
mirar maravillosamente desde la escondite del
pequeño joven- cuando las cosas que él no entendía-/ el olvidó
pero se verá igual cuando muera
oh, insoportable inevitable certeza
pero preferiría ver morir su amor
antes que a él?
El dolor de su deseo cuando él/ otra observa
como un deseo insatisfecho desde el día / de su nacimiento.
Y yo doblada de dolor
ante su doloroso deseo-
cuando él otra observa y ama
como un deseo insatisfecho desde el día/ de su nacimiento-
tenemos que tolerarlo
yo estoy más triste porque no siento alegría

(Traducción libre y espontánea)

Hace cuarenta y ocho años murió Marilyn Monroe sola en su casa de Los Angeles mientras yo emprendía el camino de la vida. Pero hoy que ya no juego ni salto, ni corro, me da por pensar en esa mujer única y su vida secreta llena de posibilidades y sueños y tristezas, que, cuando todos nos hayamos muerto, seguirá viviendo en la imaginación de las personas por ser en sí misma la expresión más perfecta de la belleza, que no es otra cosa que la poesía de las formas.