lunes, 30 de mayo de 2011

Un peso en el corazón

















Y casi no sé más. Yo sólo aspiro
a estar contigo en paz y a estar en paz
con un deber desconocido
que a veces pesa también en mi corazón.

Antonio Gamoneda






Bonn, 1 de octubre de 2010

Garaine recordó las palabras de su madre sobre los hombres: todos son malos y sólo quieren una cosa de nosotras. Se sumergió bajo una ola y nadó hasta salir detrás de ella y siguió nadando hacia la línea del horizonte que se refundía con el cielo en la lejanía. Nadar cada mañana durante una hora era su manera de recuperar la cordura, la sensatez que tanto necesitaba para enfrentar cada nuevo día. Media hora nadaba mar adentro y media hora de regreso hasta la playa. Una hora de esfuerzo continuo que le eliminaba toda la mala energía que había acumulado. Desde los siete años nadaba desde finales de la primavera hasta bien entrado el otoño mientras el mar no estuviera muy frío o no cayera un aguacero.

Al regresar a la playa y salir caminando del mar sintió sobre su cuerpo el aire fresco de la mañana y su piel se erizó. Corrió sobre la arena hasta el lugar donde estaba la toalla y su bolso que siempre llevaba a la playa. Se secó con fuerza para entrar en calor y se sentó a reposar por un momento. Qué habría pasado en la vida de mi madre para que odiara tanto a los hombres y para que nunca hablara de su padre. El silencio terco y, a veces, agresivo de su madre sólo aumentaba su curiosidad. Un día tendría que saber todo sobre sus padres. Era un espacio vacío en su historia que la hacia sentir vulnerable y diferente a los demás. Todos sus amigos y conocidos hablaban sobre su familia, sobre lo bien o mal que se llevaban sus padres, del odio o del amor que había entre ellos. Pero Garaine tenía que callar y cambiar de tema para no tener que confesar a todos que ella no sabía nada de su pasado, pero que presentía que había algo mal en él.

La playa estaba medio vacía a esa hora de la mañana. Un par de hombres corriendo, una mujer caminando por la orilla del mar mientras un perro saltaba tratando de atrapar un palo que le lanzaba la mujer. El ruido de las olas al llegar a la playa, el rumor del puerto a lo lejos y el fragor del pueblo, que se despertaba a sus espaldas acantilado arriba, eran un sonido que la tranquilizaba. El olor salino del aire la hacia sentir bien y cerró los ojos para no pensar en nada más como no fuera el placer de estar viva en esa mañana de finales del verano en un pueblo a orillas del Cantábrico.

Tenía treinta años, dos hijos y un cuerpo espectacular. Pero, también, estaba él, el insoportable Gaizko, su marido, su primer amor, su gran desilusión. A Gaizko lo conoció en un viaje al Caribe hecho el último año de colegio con un par de amigas para celebrar el fin de curso. Gaizko era en ese entonces un joven delgado y apuesto, lleno de sorpresas que siempre la hacía reír y que la llevó una noche a una playa desierta llena de palmeras y con una luna llena donde ambos descubrieron que eran el uno para el otro. Al menos, eso había pensado ella en ese momento mágico de su vida, sin ponerse a pensar en todas las decepciones que luego vendrían.

Garaine, Garaine, oyó como la lejana voz la llamaba una y otra vez. La sacaba de la playa y la quería llevar a ese otro mundo donde no debía estar. Por favor, por favor, no, no quiero, empezó a chillar perdiendo el control sobre mí.
Tranquila, tranquila. Soy sólo yo, la hermana Trinitate. Has tenido una pesadilla. Eso es todo. Le decía la voz. Pero Garaine sabía que la voz era su pesadilla y no deseaba abrir los ojos y encontrarse de nuevo en el infierno. Trato de levantarse y correr por la playa hasta el mar para poder nadar hasta alejarse de allí. No pudo, la voz de la hermana Trinitate la mantenía aferrada a ese mundo que no era el suyo.

Quien es odiado sufre, pero vive. En cambio, quien odia se la pasa muriendo. Esa es su tragedia, esa es su derrota. Garaine tuvo un momento de serenidad y reflexionó. Se tranquilizó y se dejó arrullar en brazos de la hermana Trinitate. Quiero dormir de una vez para siempre. Descansar de mí. No volverme a despertar. Librarme de la vida o de esta muerte que estoy viviendo. Su respiración se calmó. Dormía.

La hermana Trinitate sonrió con tristeza. La acomodó en la cama. La miró por un momento y salió de la habitación.

Garaine duerme profundamente abandonada del mundo y de la cordura, más sola que nunca.

Gaizko se sienta al borde la cama donde duerme Garaine y le toma la mano y le habla dulce y suavemente al oído hasta que ella abre los ojos y sonríe. Has vuelto, Gaizko, mi Gaizko. Yo lo sabía, dice ella en medio del sueño. Gaizko la mira con ternura. Debes descansar. Vengo a decirte que sé lo que querías y que yo también quería. Sólo que no supiste pedirlo y no fuiste capaz de decirlo. Además las condiciones para ese amor eran imposibles de cumplir. No sólo yo fracasé, hubieran fracasado todos los que lo hubieran intentado. Ahora vuelve a tu sueño, mi Garaine.

No me dejes Gaizko. No quiero estar sola. Perdóname. No vuelvas a dejarme. Pero las paredes de la habitación están grises y nadie hay ya para oír el triste clamor de Garaine.

Garaine comienza a ascender las escalinatas que la conducen al pueblo desde la playa. Es la hora de almorzar. La natación, el sol y el mar le han abierto el apetito. Gaizko debe estar por llegar a casa. Los niños están en el colegio. Las calles se han llenado de vecinos que caminan sin afán. Unos al trabajo, otros de compras y otros para ver a los demás. Vida sencilla de un pueblo costero a finales del verano. Las gaviotas se han quedado en el mar buscando peces y el sol brilla con fuerza bajo un cielo azul sin nubes.

Al llegar a casa encuentra a Gaizko jugando con los niños y siente una profunda punzada de celos. Ella se casó con Gaizko para que él la adorara. ¿Qué hace con los niños? ¿No la ve, acaso? Acá está el hombre que ella ama distraído con sus hijos. Y no la ha mirado. Él se vuelve hacia Garaine y le sonríe. Te oí, pero jugar con estos chicos es una delicia, le dice. Ella le devuelve la sonrisa con esfuerzo y sigue hacia su cuarto disgustada. Gaizko siente como su ánimo decae. Otra vez lo mismo. El disgusto, el silencio, la rabieta. Garaine, espera, le grita, pero ella se hace la sorda. Es increíble que él no sepa cuán importante es para ella, piensa. Garaine cierra con fuerza la puerta tras de sí. Ahora no, Gaizko, ahora no. Debo castigarte para que comprendas que yo soy la única a quien tú puedes amar. Gaizko, tú eres mío. Él molesto se detiene ante la puerta y decide dejar las cosas así. Vuelve a jugar con los niños que lo esperan a la entrada de la casa. Todos ríen y juegan, disfrutan del momento, de ese ser de todos, menos Garaine que teje con furia el odio que la carcome y con el que se envuelve cuando siente el frío de los celos.

Te apareciste en la sala de golpe con la voz entrecortada, ahogada en ira, mirándome como una loca, sin reconocerme, odiándome con la mirada. Eran cerca de las dos de la mañana. Estaba abstraído en el computador. La sala estaba a media luz. Me gritaste que no entendías cómo podía yo vivir en tu casa, vivir de tu madre, sentarme en los muebles que una vez fueron de ella, que era un cobarde, que no tenía dignidad, que ya no podías vivir conmigo. Un relámpago de miedo me recorrió el cuerpo y se quedó en mi cuello, que quedó crispado. Sabía que en ese momento no podía llevarte la contraria, que tenía que aguantar el chaparrón de insultos, de amenazas, de humillaciones. Desde que murió, insistes en la idea de que yo la maté, de que la humillé, de que me aproveché de ella, de que la usé al vivir en su casa durante un tiempo. Pero yo no insulté a tu madre , ni hablé mal de ella. Estás confundida. Me da miedo pensar en que vas a tener esta pataleta delante de los niños. Me horroriza, me asusta cuando actúas como si no te controlarás y dices disparates que están en tu imaginación. No dejas de interpretar a tu acomodo mis actos y mis palabras. Me odias en ese momento. Odias no atreverte a vivir conmigo. No digas que no, por favor. Si yo ya me he ido de tu vida y, recuerdas, pusiste a llamar a los niños para que me preguntaran cuándo iba a volver. Acuérdate que fue después de el último viaje a las islas Cíes al cual no fui pues sabía que sería la causa para peleas entre tú y yo. Me dirías que no soportaba a tu madre y que sufrías porque no nos entendíamos. Me negué a ir. Quieres dominarme a tu antojo, que yo adivine el libreto que quisieras haber escrito para mí, pero que no existe, que intuyes y adaptas mientras la realidad sucede.

No me hables así, Gaizko. No lo merezco. Mira el mar. Es mi mundo. Te invito a nadar en él. Cállate, no digas más tonterías. Escúchame, te apuesto a que nado más rápido que tú hasta los arrecifes. Gaizko, ¿dónde estás? ¿Por qué no te veo? El mar está muy frío y es el verano. ¿Quién cuida a los niños? Hace mucho que no los veo, que no los oigo. Déjame sola. Quiero descansar.
Sabes que todavía te quiero.

Me dices que tienes la sartén por el mango mientras gritas fuera de sí que me vaya a la mierda. Deja de creerte lo que tu imaginación te dice. No es cierto, no soy tu enemigo. Ni mi intención es joderte. Mi deseo es llegar sano y salvo al día de mi muerte. Que tu furia no destruya a los niños. Mientras todo el odio que tienes acumulado en tu mente lo proyectes hacia mí, no importa tanto. Aunque te cuento que termino exhausto después de tus tormentas.

Una tormenta se aproxima. El mar está picado. Debo sumergirme entre las olas y nadar debajo de ellas para regresar a la playa. El cielo está de un gris amenazante. No me dejes sola. Piensa en nosotros. No puedo abrir los ojos. Tengo pánico. Me estoy ahogando. Tómame de la mano. No me gusta donde estoy.

Podrías imaginar que mis ataques de pánico tienen que ver con esas situaciones en que me pones a escoger entre un mal y otro, sabiendo que no voy a hacerlo, que no hago cosas equivocadas, si puedo evitarlo. Menos, dejar a mis hijos en manos tuyas. Eso sí que no.
Cada vez que estás furiosa me gritas que estoy loco, porque sufrí de ataques de pánico, porque tengo pesadillas y porque tú estás bien. No sabes acaso que los locos nunca creen que ellos están locos. Somos los cuerdos los que vamos al siquiatra cuando los locos con sus locuras nos tratan de enloquecer.

¿Por qué me dejaste abandonada en esta playa, Gaizko? Los dos habíamos hecho planes para ser felices juntos. Pero, miranos, estoy sola y no sé dónde estás tú.

Tú estás bien y yo estoy mal, aunque estás comportándote de una forma extraña y no pareces entender los hechos como son. Estás confundida, porque la vida no es la que quisieras. No sé qué es lo que deseas que sea tu vida. No te sientes bien siendo mayor, teniendo que enfrentar la realidad, ese pactar cada día con las cosas que no nos gustan, hacer lo que no queremos y tratar de llegar al sueño tan cansados para que la realidad de tu amargura no nos alcance. La vida nunca es lo que queremos.. Es lo que ella quiere.

Yo te quiero. Siempre quise ser adorada por ti. Eso era todo.

Trata de calmarte. Mañana será otro día. Duérmete. Tranquila que estaré acá cuando despiertes tenso esperando a ver si me atacas o me ignoras. Has recargado los argumentos que tienes para no ser feliz conmigo. Estarás serena mientras tengas suficientes argumentos para mortificarme. No puedes ser feliz con la vida que llevas. Eso excede tu imaginación. Mientras sientas que a alguien que conozcas le va bien, no podrás dormir. La envidia te mata. No deseas que nadie pueda estar bien, si tú no lo estás. Vives pendiente de lo que tienen los demás para poderte arruinar el día. Es tu deporte. Sobretodo, no entiendes por qué yo puedo seguir viviendo después de todo lo que me has hecho. La verdad es que yo tampoco me lo explico. Pero, así es. Me gusta la vida a pesar de ti. O quizás por eso, porque sé que más allá de ti ahí una vida que me espera. Quizás, por qué no, un poco de felicidad.

La respiración de Garaine se hace difícil. Está agitada y se revuelve en la cama. No quiere saber nada, que la dejen tranquila. Tiene que volver al mar. Necesita nadar. Sólo cuando el agua fría del mar la cubre y ella, brazada tras brazada, avanza hacia el horizonte se siente serena. Gaizko no me odies. No me casé contigo para que me trates así. No soy como tú dices. Voy a alejarme de la playa. Quiero llegar hasta las corrientes. Separarme del mundo. Dejarlo atrás. El mar es mi amigo. Me comprende. Soy libre. Los que quiero no me comprenden. Dicen cosas de mí que no son ciertas. Gaizko no me acuses de tus males. Yo soy buena. Tú lo sabes. Si me quieres, no me trates así. Cuán frío está el mar. Nadie me quiere. Debo seguir nadando.

Gaizko ha madrugado para ir al hospital a ver a Garaine. Sobre el pueblo no ha dejado de llover y el camino está resbaladizo. Debe conducir más despacio. Han pasado veinte años desde que Garaine decidió no volver de sus sueños. Vive en su propio mundo. Los médicos no encuentran cuál sea la causa física para ese alejamiento. El contacto con el mundo es esporádico y no tiene coherencia. A veces, le cuenta la hermana Trinitate, que se ve feliz y otras, que la tristeza la embarga. Mi amada Garaine, por quien daría la vida. A los cincuenta años se sigue viendo como un ángel entre las almohadas de su cama en el hospital o cuando sale con ella al jardín para asolearse, le nota el placer de los rayos del sol sobre su piel. Todos los días la visita y le cuenta sobre las cosas diarias del hogar: de cómo crecen los niños, del jardín que ella tanto cuidaba, de los nuevos libros que él escribe. Al final de la visita la toma de la mano, le acaricia su cara preciosa y la besa en la frente y le susurra al oído vuelve, mi dulce Garaine, todos te estamos esperando.

Garaine no para de nadar . Necesita nadar mar adentro. No regresar. En ese momento oye la voz de Gaizko que le susurra al oído que vuelva, que todos la esperan. Esa forma tierna que él tiene de decirle la emociona. Tiene que regresar, porque los niños la esperan y gira en el agua y mira la playa lejana y nada con vigor como cuando era aún una niña y en el verano nadaba bajo las olas hasta volver a la playa. Estoy feliz de tener treinta años y un cuerpo tan atlético así puedo realizar el esfuerzo diario de nadar de ida y vuelta de la vida a la muerte y regresar. Gaizko, te quiero aunque nunca te lo pueda decir. Aunque no lo sepas.

Mientras Gaizko aparca el coche frente al hospital, Garaine ha nadado de regreso a la playa y se seca con energía el cuerpo ansiosa por volver a casa.

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