viernes, 20 de mayo de 2011

Estambul



Estoy en Estambul. No me lo puedo creer: estoy en un apartamento con vista al Cuerno de Oro. Una ciudad magnífica está a mis pies. Al frente, en el Asia, las luces de la ciudad se alegran de mi presencia. Estoy del lado europeo en una noche fría y con el cielo despejado. He salido a la terraza que está llena de flores puestas con estudiado desdén por el piso y al borde de la baranda cuelgan enredaderas. No he podido evitar el deseo de respirar profundo, de sentir el aire mágico de la ciudad. Es un sueño. Yo, natural del altiplano cundiboyacense, estoy en uno de los sitios más bellos del mundo con Laura. Estoy feliz.
Laura es la mujer de las sorpresas. Anoche después de una llamada que recibió, se acercó a mí con esa sonrisa que siempre pone cuando está a punto de hacer una locura y me dijo: Tienes el pasaporte vigente, nos vamos para Estambul. No era pregunta, era una orden. Me quedé un segundo callado. Ella se rió, me cogió de las manos y me alzó. A mover la colita. Cuando ella habla suele mezclar textos de canciones bailables. Espera un momento, ¿es en serio?
Claro que es en serio, espera y le pido permiso a mi esposa. Sin esperar mi respuesta se fue al cuarto de mi esposa y al minuto salió diciendo: Tienes su permiso. Laura, Laura, ¿por qué me haces esto? me pregunto. Bueno, no me sorprendió, pues ella es así. Fui a hablar con mi esposa y me dijo que me fuera tranquilo. Te sirve para cambiar de aires, yo me encargo de todo en esta casa. Me miró, sin embargo, como quien ve a alguien que va a hacer algo prohibido. Últimamente me es cada vez más fácil escoger el placer al deber. No sé bien qué es esa necesidad imperiosa de vivir el momento o, tal vez, sí lo sé, pero me callo, porque así me va mejor. Así que sin decir nada me fui a alistar la maleta. Aún no sé qué vamos a hacer en Estambul. Regresamos el sábado en la mañana. Laura me ha dicho que ella se encarga de todo, que sólo aliste un par de cosas, un par de camisas blancas y una chaqueta. Sin corbata, ha insistido. Cuando ella dice que se va a encargar de todo es de todo. Así que sólo me preocupo por preparar las maletas y guardar el pasaporte.
Cuando llegamos al aeropuerto de Colonia no me había dicho en cuál aerolínea íbamos a volar. Al bajarnos del taxi en vez de entrar al edificio principal nos recogió un carro del aeropuerto y nos llevó directo a un hangar aledaño. Yo estaba mudo de la sorpresa y ella atenta a mis gestos. El carro nos dejó a las puertas de uno de esos jets privados que se ven en las películas de Hollywood.
Alcancé a pensar que era mamadera de gallo de Laura, pero no. Una azafata nos esperaba a la puerta. Nos pidió los pasaportes y nos invitó a pasar. Ella se encargó del papeleo burocrático. El avión por dentro estaba enchapado en madera y con sillas enormes de cuero. Había seis puestos. Pero los únicos viajeros éramos Laura y yo. Imagínense, yo que toda la vida he volado en butaca, de pronto estoy sentado con mi amiga Laura en un jet privado rumbo a Estambul. Hasta que despegamos no abrí mi boca de puro desconcierto y asombro. Esto de ser de clase media me quitó la voz. O mejor, no sé por qué me olvidé de que Laura es millonaria de esas de película. Ella me recuerda a Daisy Fay, la bella y adorable millonaria de Long Island, el personaje del Gran Gatsby de Scott Fitzgerald. En ese ámbito de competencia, frivolidad, locura, música de jazz, que ya llegaba para desplazar al shimmy y al fox-trot, Nick describe su llegada a la costa de Long Island y su encuentro con su prima Daisy —“resplandeciente como la plata, tranquila y orgullosa—casada con Tom Buchanan, robusto y pragmático ejemplar, representativo de ese ambiente rapaz, y allá arriba, en el blanco palacio, la hija del rey, la muchacha de oro”.
Debe ser por lo genial que es conmigo, por su forma tranquila y sencilla de aceptar que soy de otro mundo, el de las cuentas y los presupuestos mensuales, que no puedo resistirme a su seducción. La verdad es que estaba deslumbrado, como calentano en Bogotá, mejor dicho.
El vuelo duró cuatro horas en que estuve tratando de que Laura me contara qué íbamos a hacer en Estambul. Lo único que me dijo era que íbamos a la fiesta de un amigo. Durante el viaje me estuvo contando de su viaje a Seychelles con uno de sus ex. No sé por qué las mujeres piensan que me pueden contar sus confidencias emocionales. No me interesa saber de las mujeres que quiero nada de su vida amorosa anterior, paralela o futura. Cuando alguien me gusta sólo me interesa el nosotros. Lo que los dos somos en el momento. Ya sé que todos tenemos un antes, un durante y un después. Pero, por qué he de escuchar lo genial que son otros hombres, lo malos que son o lo mucho que las hacen sufrir. En esto son iguales ricas y pobres, nobles o plebeyas, feas o bonitas, viejas o jóvenes. Pero claro la buena educación de un bogotano no se pierde ni a diez mil metros de altura y la escuché con atención. Además ella tiene una manera de contar las cosas que me gusta. Así se pasó el tiempo. En el caos de emociones y deslumbramiento que se apoderó de mi mente sólo tomé agua y no probé unos pasabocas que se veían deliciosos.
Después de anunciarnos que aterrizábamos en el aeropuerto Sabiha Gökçen de Estambul, la azafata me informó que como colombiano tenía que tener visa para entrar a Turquía. Mi ánimo se vino al piso por un instante, pero ahí mismo agregó que me iban a dar un permiso especial por tres días para permanecer en la ciudad. El capitán del avión ya lo había arreglado con las autoridades turcas.¡Qué alivio! Mientras el papeleo esperamos en el avión. Laura aprovechó ese instante para cogerme la mano y decirme que me quería mucho. No pude evitar ponerme colorado. De la adolescencia me queda ese recuerdo emocional de ponerme colorado cuando alguien me dice cosas muy personales a quemarropa o me halagan. Ella se privó de la risa y me dijo con su humor: una coloreada vale más que mil palabras.

Continúa en Estambul II

1 comentario:

  1. Vi la foto de la mezquita y parecia que fuera en presente la frase que acompaña la foto... solo la palabra Estambul transporta a un lugar soñado, ya leí el texto y ahora falta la segunda parte, la fiesta con Laura!!! Esta muy bien esa crónica del chico bogotano que todavía lo enrojecen los piropos.

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