miércoles, 8 de junio de 2011

San Andrés


  • "Hay un tiempo en el
    que es preciso abandonar las ropas usadas, que ya tienen la forma de nuestro
    cuerpo, y olvidar nuestros caminos, que nos llevan siempre a los mismos
    lugares. Es el tiempo de la travesía: y si no osamos hacerla, quedaremos, para
    siempre, al margen de nosotros mismos"
  • Fernando Pessoa

Fue hace mil años. En otra vida de nuestra vida. Agosto de 1985. En San Andrés. Un día decidimos Laura y yo volarnos sin decirle nada a nadie. Estábamos hartos de escondernos de nuestras vidas tristes y solas. Ella había decidido no seguir en el país y llevaba varios meses buscando una universidad en el exterior para hacer una especialización en artes plásticas. Yo por mi parte sobrevivía al matrimonio. Éramos amigos del colegio, de toda la vida. Aunque ella no era del Andino. Nos conocimos en una fiesta del curso. Ella es prima de un compañero del curso y fue con él. Ella era del Italiano. Esa noche bailamos todo el tiempo, hablamos sin parar y sentimos una ola de atracción y simpatía enorme. Nadie nunca ha sabido que seguimos siendo amigos. Sin hablar nunca del otro, los dos mantuvimos nuestra amistad sólo para los dos. Salíamos juntos a sitios donde los demás no iban. Nos gustaba mucho coger el carro e irnos por detrás de la Calera hasta Sopó, donde almorzábamos y hablábamos de todo: nuestras vidas, nuestros problemas, nuestros sueños. Ella me encantaba y yo a ella. Pero mantuvimos durante casi toda nuestra amistad un acuerdo mudo de no dañar la relación con un amor. No queríamos dejar de querernos, de ser del otro.
Así que una mañana tomamos un avión para San Andrés. Queríamos ser nosotros mismos. No conocer a nadie. Ser anónimos. Poder estar juntos de verdad sin pensar en los demás. Era la manera en que deseábamos despedirnos. No sabíamos en ese momento cuándo podríamos volver a vernos.
Laura tenía 25 y yo 28 años. Laura estaba espectacular. Quitaba el aliento. Era preciosa. Demasiado bella para no enamorarse. Demasiado tierna e inteligente para no enamorarse. Demasiado feliz para no enamorarse.
San Andrés es una isla en forma de caballito de mar que nada en medio del Caribe. Y que a comienzos de los ochenta me gustaba más que otro lugar del mundo. Especialmente la playa de San Luis con su destartalado Hotel Caribean y un restaurante de pescadores donde se comía la mejor langosta que he probado jamás. Salvo los fines de semana en que llegaban los turcos de los almacenes del centro a pasar el día, la playa permanecía casi vacía, salvo un par de turistas gringos y un pescador que buceaba cerca de los arrecifes y en la tarde regresaba con su pesca en la mano.
Laura y yo llegamos al mediodía de un miércoles. Aterrizar en la pista que atraviesa de lado a lado el ancho de la isla, es una prueba para cualquier piloto. Y para los pasajeros que se asoman a las ventanas para mirar la isla desde el aire. En la plataforma se encuentran aparcados los T33 de la fuerza aérea que protegen la isla de las pretensiones nicaragüenses. Tomamos un taxi para ir directo a San Luis. El hotel es una antigua construcción de dos pisos. En el segundo piso hay habitaciones con una terraza común que mira al mar, que nos espera con sólo cruzar la carretera que da la vuelta la isla. La playa dorada nos recibe sola para nosotros. Dejamos nuestras cosas en la habitación ,que es sencilla, casi espartana: dos camas y un armario con un par de ganchos para la ropa y un baño . Nos ponemos los vestidos de baño y corremos al mar. Nos zambullimos de nuevo en las aguas caribes. Al fin.
Laura nada sin prisa y sin pausa. La sigo mirando cada brazada que da y su manera rítmica de respirar. Me encanta mirarla. Llevamos puesto aletas y snorkel para poder observar los peces que nadan en las aguas poco profundas que conforman esa especie de laguna grande entre la playa y los arrecifes. Nadar es un placer inmenso que nos llena de júbilo. Somos jóvenes, estamos solos al fin y disfrutamos la presencia del otro. Por momentos nos detenemos a ver los peces, los erizos y los pulpos que se arrastran entre las colinas de arena sumergidas cubiertas de algas. De cuando en cuando un pez grande gira en redondo al vernos y se pierde en la distancia. El agua es cálida, transparente y nos envuelve. Nadar hasta los arrecifes es nuestra meta.
Al llegar al borde de los arrecifes, nos dejamos llevar por el mar mientras flotamos mirando el sol para descansar. Nos tomamos de la mano para no alejarnos el uno del otro. Me encanta sentir sus dedos sobre los míos. En ese momento de serenidad estamos unidos, somos más que amigos.
El regreso lo hacemos sin afanes dando patadas lentas que con las aletas se convierten en un nadar armónico. En media hora estamos llegando a la playa. La salida del agua la hacemos con las aletas puestas, porque cerca de la playa está lleno de erizos. Nos echamos al sol sin bronceador ni secarnos. Pronto estamos casi secos y giramos mientras nos miramos y nos cogemos de la mano. No hemos hablado casi nada. Dejamos que el silencio nos una, hable por los dos, nos teja un nido donde estar bien.
Por la noche nos vamos caminando hasta el restaurante de los pescadores. Hay dos parejas de isleños. Las mesas están alumbradas con velas. Un viento fresco llega del mar. Una negra grande y sonriente se acerca a nosotros y nos pregunta con su acento isleño qué queremos comer. Por supuesto, que queremos langosta.
Mientras llega la comida, hablamos.
-La posibilidad de seguir siempre con los amigos de toda la vida y en los mismos lugares, me asusta. Es como una amenaza que se cierne sobre mi destino. Quiero vivir en mis propios términos. Mi niñez fue determinada por mis padres que escogieron por mí el colegio, los amigos, los lugares y la ropa que debía usar. Mis pensamientos están condicionados a los de ellos. Pero ahora quiero ser yo la que diga qué voy a hacer mañana y el resto de mis mañanas. No sé bien qué voy a hacer, pero sé bien lo que no quiero hacer más. No quiero tener nada que ver más con los que hasta hoy han sido compañeros o amigos míos, con sus historias, sus limitaciones, sus sueños, sus chistes y sus prejuicios. Quiero irme lejos, donde sea una total desconocida. No ser nadie para al fin ser alguien. Sobretodo, ser yo.- me dice.
- Te entiendo- le contesto- yo también siento que un ciclo de la vida se ha cerrado, que quiero emprender un nuevo rumbo. A veces creo que en la vida nos vamos deshaciendo de todo lo que ya no nos sirve.-
- Y eso incluye, con el dolor del alma, a la gente que nos conoce y nos quiere- me rapa la palabra.
- Sin duda alguna- le respondo un poco inquieto ante la posibilidad que esa afirmación me incluya.
Laura nota mi incomodidad y dice -Aunque te dejará de ver por mucho tiempo, tú eres parte de mi vida. Nuestra amistad es para siempre.-
Le sonrío y le tomo la mano que ella ha extendido hacia mí.
-¿Por qué me cuentas todo esto?- le pregunto. No puedo dejar de suponer que Laura quiere hacer algo que nunca ha hecho. Aunque no me imagino qué.
-Mira, no me gusta nada la vida que llevo. Me estoy ahogando. Necesito otros aires, otras lenguas, otras personas, quizá también, otros miedos.-
- No pensaras en...- no me deja terminar de hablar.
-Por supuesto que no, bobo. - me responde con una sonrisa tranquilizadora. No he dejado de cogerle la mano. Ahora con más fuerza.
- Lo que te quiero decir es que mañana viajo a Miami. Me voy por un tiempo. No sé bien qué voy a hacer. Pero me tengo que ir. No soporto ni un minuto más este estrecho universo en que nos sobrevivimos. Estoy harta de la burbuja. Ese mundo pequeñito donde todos se conocen con todos, donde sólo se puede pensar de una manera, querer de una manera y vivir de una manera. No sé bien qué quiero. Pero esa vida sí sé que no la quiero.-
La miro y callo. Debo pensar en lo que ha dicho.
-Pero te voy a perder- le digo. Qué respuesta tan tonta y egoísta. Pero ya la dije.
-No, para nada. Te repito: no me vas a perder. Pero sí voy a estar lejos por un tiempo.-
Por primera vez en mi vida me levanto de la silla sin pensar y me acerco a ella y, sin decir nada, la beso. Y ella me responde.
La langosta estaba deliciosa. Pero nuestros pensamientos estaban en otra parte. Después de comer, nos fuimos abrazados de regreso al hotel por el borde de la carretera. Durante el camino permanecimos callados.
En ese momento no sabíamos que no nos volveríamos a ver en más de veinte años, que ella se haría millonaria y que yo me sumiría en una tristeza infinita. Pero eso fue hace mil años en otra vida de nuestra vida.

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