miércoles, 14 de septiembre de 2011

Un deseo irremediable


Tengo un deseo irremediable de ti. Quiero que al abrir los ojos la primera que veas sea a mí. Me gustas y te voy a hacer feliz. Laura P.D. Te espero en Bilbao en el lugar de siempre.”

El mail llegó anoche. Son las nueve de la mañana y Bonn ha amanecido con un verano cobarde que no se atreve a calentar el aire. Pero el mensaje de Laura me pone contento. Siento un cosquilleo por el cuerpo. Este ser y no ser, me pone contento y más. Pensar en Laura al lado mío durmiendo me emociona. Pero, si será que quiere dormir conmigo o se refiere a que por la mañana golpeará mi puerta y ya. Muero por dormir con ella. Mejor dicho: no dormir con ella, sino hacer el amor es lo que deseo. Ella me vuelve loco. Nada me importa, salvo ella. Es una fuerza que me empuja. Más poderosa que mi voluntad de ser un hombre casado y feliz.
El lugar de siempre al que se refiere Laura es un hotel en el que estuvimos hace un par de años, cuando éramos grandes amigos nada más. Ahora soy su pretendiente a amante y no. Más bien quiero ser su amante. Ya no resisto más ese que sí, que no, que tal vez. La quiero ya. Laura había llegado a España y nos encontramos en Bilbao por la época en que se inauguraba el Guggenheim. Nos quedamos en un hotel más bien sencillo en la playa de Ereaga en Algorta, al otro lado de la ría del Nervión desde donde se ve el Gran Puerto. Estuvimos dos noches inolvidables en que recorrimos toda la ciudad y bebimos en muchos bares. Recuerdo que hablamos del tiempo del colegio, de las fiestas que eran de contribución. Fiestas zanahorias con ron con cocacola y luces fluorescentes que dejaban ver las motas blancas en la ropa. Pero dejaba que bailáramos más apretados. Lo máximo era bailar amacizado, sentir el calor de ella, su cuerpo contra el de uno, poner al descuido la boca en su cuello y ensayar a darle besos imaginarios. Entrelazar los dedos de las manos. Sentir que uno se ahogaba de la dicha. En esas charlas noté, a pesar de mi timidez, que entre los dos había mucho más que amistad, que química, que deseo. Era una necesidad del otro que ni siquiera la distancia o el tiempo había logrado disminuir. Al contrario, era más fuerte. Notaba su afecto en la manera en que olvidaba su mano sobre mi pierna y mi cuerpo reaccionaba de inmediato y yo casi no podía pensar nada distinto a besarla, su manera de tomarme de la mano y pegarse a mí mientras caminábamos mirando a la gente pasar, su forma en que al sentarnos recostaba su cabeza en mi hombro y se quedaba así mientras tomábamos algo. Pero, sobretodo, hubo momentos en que su mirada se perdía en mis ojos y yo sentía que ella estaba buceando en mis sentimientos, que entraba en mí y me hacía suyo. Yo me quedaba paralizado y pasaba una eternidad antes de que cualquiera de los dos hiciera algún movimiento. Yo estaba paralizado, la respiración se me aceleraba. Ella respiraba con rapidez. Pero yo no me movía. Dudaba. Pensaba que era mi imaginación, que estaba pensando cosas que no eran. Una pelota completa. Entonces ella me acariciaba la mejilla y se levantaba y me decía sonriendo que fuéramos a nadar. Sin esperar iba al baño a cambiarse y por un descuido la puerta quedaba abierta. Se desnudaba con tranquilidad. Ahora sé que era a propósito. Tenía un cuerpo largo y delgado con las piernas más largas que yo haya visto en mi vida. Y usaba ropa interior lanzada que me quitaba el aliento. Yo juraba que miraba con disimulo, pero la verdad es que ponía jeta de caimán: boquiabierto ante tanta belleza. Mi mundo se detenía y recuerdo que me sentía el hombre más afortunado del mundo. No podía imaginar que alguien pudiera ser más feliz que yo en ese momento en que Laura dándome la espalda se ponía su bikini con la puerta entreabierta para que las mariposas del deseo no me dejaran levantarme de donde estaba sentado sin que se notara que yo no era de palo. Mientras yo soñaba lo que veía y veía lo que siempre había soñado, Laura me dijo riéndose: “Descarado, me estabas mirando” y yo dije que no. Ella siguió riéndose todo el camino hasta la playa.

Recordar que vamos a estar otra vez en ese hotel ya me hace desearla. Al fin, después de tanto tiempo, al fin puedo decir que me muero por ella, que la quiero, que la deseo, que quiero que sea mía. Llevo en mi corazón este amor contenido desde hace tantos años y ahora vuelve con toda la fuerza para llevarse por delante mi monótona vida. Y estoy feliz por eso.

Porque no viene al caso (Es decir Laura me mataría) dejaré a la imaginación del lector qué pasó en el hotel Los Tamarises en Getxo.

 
Después de pasar mi cumpleaños en Bilbao, de visitar el Guggenheim, ese barco varado en medio de la ría del Nervión cargado de arte y de sorpresas, de comer en los restaurantes del puerto y por las noches salir de tapas hasta que regresábamos exhaustos al hotel de caminar, comer, beber, bailar y charlar, partimos el 6 de julio tarde en la noche para Pamplona. Laura no se quería perder los sanfermines.

Dejábamos atrás una ciudad maravillosa enclavada en el Cantábrico, una ciudad que da siempre ganas de regresar. Hubiera podido quedarme un par de días más para conocer en detalle su vida diaria y cada rincón de sus calles que suben y bajan. Una ciudad de agua en medio de montañas. La ciudad de los vascos, abierta al mundo, palpitante en Julio.

Llegamos al amanecer a Pamplona. La ciudad es un hervidero humano en el centro, pero hacia las afueras, en el campo, se mantiene en silencio, con un sol esplendoroso y la temperatura todavía agradable de la mañana. Entramos a un caserío retirado de la carretera, perdido en las montañas. Una casa rústica, grande y amoblada con gran gusto. Espacios amplios, ventanas grandes asomadas al jardín que rodea la casa, plantas y flores entremezcladas con un cuidadoso desorden, y la propiedad rodeada de un frondoso bosque. Me impacta encontrarme en la sala una escultura grande y poderosa de Chillida que determina todo el espacio. En las paredes cuadros de Tapies y de Botero. Me imagino que fue un regalo de Laura a los señores de la casa, vascos de Bilbao, industriales de Neguri y miembros de toda la vida de la Sociedad Bilbaína. “Condes de algo”...me susurra Laura al oído mientras me sonríe y tengo que cerrar la boca para no mostrar mi asombro de hijo de la clase media colombiana, que viene a ser lo mismo que un pobre de solemnidad con infulas de grandeza.

Los anfitriones nos reciben con efusión y cariño. Se nota que son amigos de Laura de toda la vida. Me siento un poco incómodo. Pero de inmediato me hacen sentir como en casa. Nos enseñan la habitación que compartiré con Laura. Vista a lo lejos del valle encerrado con espacios verdes donde pacen vacas y cruzan veloces y fugaces un par de ciervos. Una vista que tranquiliza, que invita al descanso.

Salimos a una terraza grande, con materas rebosantes de geranios. Me siento en una silla de mimbre con cojines café. Laura se sienta a mi lado y cierra los ojos para que le de el sol. Tiene el dorado del verano y sus ojos verdes brillan más que siempre. Me muero siempre que estoy a su lado. Me embobo.

Laura me ha preguntado sobre lo que pienso de los ricos, que qué es para mí un rico. La pregunta me coge por sorpresa y no sé que responder. Es una cuestión que la implica a ella y la imagen que tengo de ella y no quiero que ella se sienta agredida por mí. Eso por un lado, por el otro no sé bien la respuesta.
La pregunta es válida, porque vivo atacando a los “ricos” y condenándolos a todos los infiernos. Para mí en política es el rival, el equivocado. Siempre estoy al lado del pobre, del débil. Pero, ¿tendré razón? O ¿será sólo un oscuro y secreto resentimiento hacia ellos por no ser yo uno de ellos?. Los alemanes siempre hablan de un debate de la envidia. Esa envidia que forma parte de los siete pecados capitales. Se dice que es capital porque genera otros pecados, otros vicios.
Ayer al mediodía fue el txupinazo. Poco antes de las doce, alcalde o alcaldesa y concejales salen al balcón del Ayuntamiento. Abajo, en la plaza, miles de personas llevan horas esperando el momento; el ansia colectiva va subiendo grados a medida que se acercan las doce. Se descorchan cientos de botellas de champán, repartiéndolo a partes iguales entre el estómago y la ropa del personal. Calor infernal. No cabe un alfiler. Cuando quien se encarga del disparo se acerca al cohete, hay un rugido general de la: cantos, gritos, silbidos, palabrotas y, también, quejidos de algún que otro pisoteado. Con el estruendo apenas se puede oír el grito ritual: "¡Pamploneses, Viva San Fermín, Gora San Fermin!".
Y entonces hay una especie de ataque de locura colectiva, y toda la ciudad da un vuelco en un instante: empieza el desmadre general y una borrachera colectiva matutina digna de verse. La fiesta dura desde el mismo día 6 al 14 de julio. Es costumbre llevar el pañuelo anudado a la muñeca o guardado en el bolsillo hasta que el txupinazo inaugura la fiesta. Después la costumbre invita a ponérselo donde a uno le venga en gana. Y es que tras el ruido de la pólvora, en pocas horas la cosa se pone imposible y todos se pierden en los laberintos del alcohol y de los encuentros.

No alcanzamos a llegar al txupinazo. Me alegro, porque las muchedumbres alcoholizadas no me gustan. No me siento a gusto entre la gente desbordada por la alegría. No logro sentir lo que otros parecen vivir de forma tan entregada. Pero mañana iremos muy temprano a ver el encierro, que es la carrera que los toros corren entre una muchedumbre desde los corrales a través de las calles de la ciudad vieja hasta la plaza. El encierro comienza las ocho de la mañana y nosotros estaremos en un balcón que da sobre la calle Estafeta.

Después de almorzar cerca de las tres de la tarde, salimos con Laura a caminar por los alrededores. Queremos respirar el campo, el verano y nuestra compañía. No deja de sorprenderme lo tarde que comen los españoles. Estoy acostumbrado a los almuerzos bogotanos que son entre las doce y la una de la tarde. Aunque hicieron un arroz delicioso que valió la pena la espera. La caminada me sentará para quitarme la sensación de llenura. Mi costumbre de repetir.

Llegamos caminando a un riachuelo que desciende suave hacia el valle. El ruido del agua y del verano refresca nuestros ánimos. Me siento bien y relajado. Laura se recuesta en mis piernas y me mira. Nos besamos rozando los labios apenas. Un beso suave y tierno que nos une. Nos sentimos cómplices de la vida.

Quiero saber cómo es el amor que siente Laura por mí, quiero saber si lo que siente es amor, si soy todo para ella.

Sin mirarla empiezo a hablar –Sabes he pensado mucho sobre la pregunta que me hiciste. Esa de los ricos. No pienso que las personas ricas sean malas por naturaleza. Pero creo que les cuesta más trabajo ser buenas espontáneamente. Creo que el riesgo de abusar de su situación privilegiada se aumenta a mayor capital. Siento que la tentación de sentirse mejores que otros y, por ende, con más derechos es real. Sé que gran cantidad de ricos se hacen a la sombra del poder. Mejor dicho, nadie verdaderamente rico ha existido sin ser, pertenecer o disfrutar del poder. El poder político es el que determina hacia dónde van las riquezas y quiénes podrán alcanzarla. Ser rico no es para todos y nunca será un logro basado sólo en los propios méritos. Cuando hablo de ricos no me estoy refiriendo a esa clase media acomodada que en Colombia llamamos los ricos. No esos ricos no son los ricos a los que me refiero. Mis ricos son como los de Walt Disney. Es decir, el Rico MacPato: malos, avaros, egoístas, implacables, zalameros, mentirosos y peligrosos. Los millonarios de verdad, las grandes fortunas, que casi siempre se han hecho a punta de privilegios otorgados por el estado, competencia desleal, explotación de mercados cautivos, engaño y robo de otros, explotación de los trabajadores.-
Después de una pausa, continúo -Te doy un ejemplo: en Colombia hay una cervecería que era el orgullo de Colombia. Un día se fusionaron con una cervecera sudafricana. Todo hasta ese momento normal. Pero nos dijeron que era la inversión más grande hecha por una empresa extranjera en Colombia. Miles de millones de dólares. La realidad es que no invirtieron nada, sino que fue la sacada de capital más grande de la historia económica de Colombia sin pagar los impuestos correspondientes. Por supuesto, nos dejaron una biblioteca y sala de conciertos, cuyo valor es mínimo comparado a los impuestos que dejó de recibir la nación. Esos son los ricos que no me simpatizan.
Por otro lado, sé que los ricos son necesarios, porque dan trabajo, fomentan las artes y con su visión pueden sacar a un pueblo de sus propias limitaciones.
Fíjate, que sin ellos no habría alta costura y esas miles de cosas banales que hacen que la vida de muchos sea mejor. En fin, que los ricos, a los cuales no conozco en persona, no me molestan por ser ricos, me molestan cuando abusan de los débiles o se comportan como “vivos”.-

Laura me mira en silencio y dice: “No quería una explicación tan seria. No me gusta verte serio.” Caigo en cuenta que he perdido por un momento la ligereza con la que suelo ir por la vida. Pero no quiero que Laura crea que soy como una muchacha de la casa de mi suegra que un día nos dijo que ella esperaba que hubiera una revolución. Mi suegra le preguntó que qué era para ella la revolución. La muchacha le dijo con gran seguridad: que los pobres nos venimos a vivir al norte y ustedes se van a vivir al sur.

Al regresar al caserío, Laura que ha estado callada mientras me abraza, me besa y añade: “Los amigos de verdad conocen, no sólo la parte amable de nosotros; sino las debilidades, las enfermedades y nuestras limitaciones. Por eso, son pocos los amigos que uno tiene. Y yo sólo te tengo a ti.”

Esta noche saldremos para Pamplona para poder entrar al piso desde donde veremos los toros y los corredores que arriesgan la vida por una dosis de adrenalina. Por la tarde, después del encierro, nos regresáremos a Bilbao. Laura volará a Antibes para seguir sus vacaciones de verano y yo tomaré mi vuelo de línea barata a Colonia.

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