De
niño
era feliz montando en bicicleta. Con ella me lancé detrás de los
sueños,
pedaleé y pedaleé durante horas bajo el frío o la lluvia. Amaba el
frío en mi cara. La sensación de moverme, la rapidez de ser único.
La dicha de vencer mis límites, de ir más allá.
De
joven bailé tanto durante tantas horas y tantos días y fines de
semana que nunca tenía tiempo más que para ello. Bailar era lo
mejor. Pegadito al amor del momento o esperanzado en conquistar un
amor esquivo o con la traviesa alegría de robarme un beso. El
cansancio no me cansaba. Lo disfrutaba.
De
adulto me gustaba nadar sin pausa ni prisa. Nadar en el mar, en los
ríos, en los lagos, en las quebradas, en pozos o en la piscina.
Lanzarme al agua y sumergirme en ella, dar brazadas una y otra vez,
patalear, flotar al ritmo del agua, ir con la corriente. Ser parte
del agua, ser como el agua, dejar que el agua rodara por mi cuerpo,
estirar mi cuerpo. Ser bello y feliz. Nadar con mis amores, besarnos
bajo el agua. Amar el mar y el amor.
Luego
llegaron las largas caminadas al sol o al viento, dejando que mi
mente se dejara llevar por cualquier pensamiento. Liberándome de mí,
de la cotidianidad, de la monótona vida del trabajo. Caminar para
desandar la tristeza que me embargaba o para cruzar la mirada con
ella, la desconocida, que siempre y por casualidad a cierta hora me
esperaba en el parque. Dejarla soñar
en mis sueños. Caminar para que el cuerpo se recuperara de la
quietud, del pensamiento estático, del oficio de inventarse cuentos
para vender más, para que un político se llevara los votos, para
que una empresa subiera los precios sin que sus clientes se
asustaran. En fin, caminar para no mirarme a los ojos.
Hoy
me has preguntado si en el otoño se es tan feliz como en la
primavera y debo contestarte que, aunque el otoño es la estación
más bella, nunca se compara con la alegría de la primavera ni la
fuerza radiante del verano.
El
otoño es sólo el adiós que la vida le da a ese
niño que era feliz montando en bicicleta .
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