Llegué
de noche a Lesbos. Con cielo despejado y el universo mirándome desde
las estrellas. La isla emergía desafíante del mar -como en el tiempo de los
alceos- frente a la costa de Turquía. Parecía que quisiera
comérsela. El Mar Egeo negro y ciego gemía una y otra vez contra
la costa. Volvía a la isla cargado de tristeza, incertidumbre y
enamorado.
Mitilene
dormía. Sus calles y casas también se habían desocupado y
reposaban silenciosas esperando el nuevo día. No se oía nada salvo
mi soñar. Llevaba en mí la imagen de una mujer hispalense de ojos
como atardeceres y piel suave como los vientos entre los olivares.
Había
abandonado la vida que había llevado por mucho tiempo y decidido
seguir mi destino, y ser poeta. Regresaba a la isla en busca de
sosiego e inspiración para volver palabra lo que que había visto y
sentido en ese viaje incierto que es la vida. Volvía a la isla por
mí, por los dos. Aunque ella me soñaba a orillas de otro mar. Mientras caminaba en mi mente resonaban las palabras
del Talmud.
“Si
yo no soy para mí mismo.
¿
Quién será para mí?
Si
yo soy para mi solamente,
¿
quién soy yo?
Y
si no ahora ¿ cuándo?”
Con
ellas me daba valor, porque no hay nada que produzca más miedo que
ser uno mismo. Al fin, ser uno mismo. No ese vivir como si lo que nos es impuesto fuéramos nosotros. Sino dejar de ser lo que no fui, soy o seré, y al fin vivir, vivir lo que soy: un poeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario