Para Esther
En
la mañana salgo dispuesto a que me suceda algo asombroso como todo
lo que me pasa cada vez que abro los ojos a mis sueños.
Por ejemplo, encontrarme conmigo a la vuelta de la esquina o en un
bar solitario de una playa de Montevideo verme pasar por la acera de
enfrente y salir corriendo en busca mía y no hallar a nadie, salvo
que estoy solo al otro lado del mundo con los bolsillos llenos de
dudas. Pero no, estoy sentado en una oficina que mira desde el piso
treinta y dos hacia el norte y el sur del Rin. La riqueza alemana
está a mis pies y debo entregar antes del mediodía un informe de
cómo reducir costos en las filiales de la Post en la República
Checa. Kafka temblaría de saber lo qué estoy planeando para sus
compatriotas. Pero antes debo comer algo. El hambre es el mayor
enemigo de mi creatividad. Si no me alimento, termino por devorarme y
me he dado cuenta que ahora último me vuelvo a recuperar de mis
heridas con mayor lentitud. Mi cuerpo ya no es el que era antes. Aún
en la imaginación nos vamos devaluando, regresando al cero original.
Pero hoy he llegado a tiempo a la cafetería que atiende a esa hora
en que todos están por llegar una jovencita llena de rubores y
primores que se siente atraída por mi perversa sonrisa, por mi
indiferencia calculada, por ese detenerme un instante mínimo en su
mirada y decirle que ya es mía.
Me
hace feliz su inseguridad. Me devuelve a otros días en que no era
necesario ser para ser. Bastaba estar y ya era. Pero ahora me toca
jugar al hombre común y corriente y ganarme la monotonía diaria con
el sudor de mi imaginación. Y por la tarde regresar a la gris vida de la ciudad. Pero al cruzar una calle me resbalo y al levantar
de nuevo la cara estoy en medio de un aguacero en la mitad del
Caquetá y veo que al otro lado del río yo me voy perdiendo en la
selva para siempre.
Mientras
doy gritos en la cama, tú me tomas de nuevo en tus brazos y me dices
que todo está bien, que no debo tener miedo. Mañana
voy a nacer.